No haber dado una solución satisfactoria a los nacionalismos
vasco y catalán es el más importante fracaso territorial de la actual
Constitución. Equivale a decir que políticamente el Estado autonómico ha
fracasado en su principal objetivo. Porque la razón política de la
descentralización prevista en la Constitución no fue otra que encontrar
solución al histórico problema de la reivindicación nacionalista de esos
territorios.
Las grandes manifestaciones de las cuatro últimas Diadas, de claro
sentido independentista, subrayan que algo ha tenido que hacerse mal. Algunos
piensan que fue el “café para todos” lo que empezó a enturbiar las perspectivas
de una solución definitiva al problema catalán y vasco, pues un número excesivo
de autonomías venía a difuminar el carácter diferenciador que suponía el
autogobierno. Otros que los problemas actuales se derivan de la cesión de las
competencias en educación, o la supuesta persecución contras las lenguas
cooficiales regionales, o los privilegios no compartidos en la financiación de
algunas comunidades autónomas. Pero lo cierto es que la política de los
nacionalistas nada tiene que ver con agravios reales ni con falta de
reconocimiento por los demás españoles. Los apoyos a la lengua y a la cultura
vasca o catalana son extraordinarios y la recuperación lingüística es un hecho.
Si algún peligro tienen es el de marginar a quienes no las hablan. La razón
principal de los nacionalistas para mantener su política de seguir pidiendo
cada vez más es, por supuesto, haber constatado que ha sido una política
rentable, porque siempre han encontrado gobiernos dispuestos a intentar calmar
su sed imaginando que podía ser saciada.
Algunos políticos nacionales han intentado aparecer como más
nacionalistas que los nacionalistas. Unos porque temían ser considerados pocos
respetuosos con el pluralismo cultural, y otros porque simplemente pensaban en
el nacionalismo como un caladero de votos en el que pescar, pero en la práctica
sólo han conseguido legitimarles. Se ha convertido en una tautología entre
políticos nacionalistas catalanes advertir que una vez dado un paso hacia el
soberanismo, no puede haber vuelta atrás. Creo que hay una buena dosis de
oportunismo en la efervescencia nacionalista actual. También en el País Vasco,
en octubre de 1997, se dio por enterrado el Estatuto de Guernica por quienes
propugnaban romper el pacto del PNV con los socialistas para sustituirlo por un
acuerdo soberanista con Herri Batasuna. La advertencia sobre el irreversible
giro soberanista estuvo a punto de verificarse a través del Pacto de Lizarra,
pero no prosperó y hoy el Estatuto sigue vigente.
De hecho, la efervescencia nacionalista no llegó hasta que
estalló la crisis económica. Sin desconocer que el llamado encaje catalán viene
de antiguo (ya decía Ortega que es algo que no se puede resolver, que sólo se
puede conllevar), en la situación actual ha jugado un papel crucial la crisis
económica y, en particular, la actitud que las élites políticas catalanas han
tenido frente a ella, desviando el descontento producido con los recortes hacia
un enemigo externo, culpable de que no haya dinero porque no retorna a Cataluña
tanto como ésta da, todo ello encarnado en el famoso lema “España nos roba”.
Con la crisis, el nacionalismo abandonó su discurso culturalista y esencialista,
y apostó por un relato mucho más persuasivo, en el que la lengua y la historia
pasaron a un segundo plano. Así se inició la campaña del agravio fiscal y del
“España nos roba”, que tan hondo ha calado. Una primera lectura sería que los
partidos independentistas en Cataluña han sabido capitalizar la crisis y
conseguir que cale en la sociedad catalana un relato favorable a sus intereses:
“la crisis y los recortes son culpa de España que vampiriza a Cataluña, que
sería rica y feliz sin ese lastre”. Por supuesto, en este relato, el Gobierno
de la Generalidad saldría indemne de su nefasta gestión. Parte de esa siembra
desaparecerá con la mejoría económica, pero no toda, por lo que es preciso
mostrar la verdadera cara del nacionalismo, y contar las verdades que el
nacionalismo esconde de forma que la realidad cale en la sociedad catalana, y
que los independentistas sientan que hay alguien enfrente que no les va a poner
tan fáciles las cosas. Porque hasta la fecha no hay un discurso estructurado
que combata las falacias nacionalistas.
El “España nos roba” funcionó hasta que sus promotores se
dieron cuenta de que provocaba rechazo en el resto de Europa. Desde entonces los
independentistas han dibujado dos nuevos eslóganes, que se han desplegado en
paralelo. Por un lado, han centrado el debate en la apelación constante a la
legitimidad democrática, y por otro la independencia se presenta como la
oportunidad de construir un país nuevo para un nuevo futuro, como solución drástica
al evidente agotamiento del sistema político actual. Su éxito radica en que
genera ilusión en un mundo desencantado, como todo proyecto novedoso. Los
discursos de sus líderes recuerdan a los que hacían los republicanos a
principios de los años 30, cuando la República se presentaba como promesa de
“redención” para toda España, pues también la República fue una metáfora de la
esperanza. Todo ello nos conduce a la conclusión de que, a largo plazo, solo
superaremos el independentismo si logramos que España vuelva a ser un proyecto
que ilusione. Un país que funcione. En eso estamos inmersos algunos con mi propuesta de reforma territorial.
En cuanto a la legitimidad democrática, los nacionalistas y
los analistas argumentan que la sentencia de 2010 del Tribunal Constitucional[i]
sobre el Estatuto catalán fue un grave error que ha causado la desafección
actual, ya que corrigió un texto aprobado en referéndum por los catalanes (eso
sí, votado por apenas un 36% del censo, tal era el desinterés ciudadano).
Naturalmente, parece más razonable que la constitucionalidad de una ley se
determine antes de someterse a votación ciudadana, y eso debería corregirse
para evitar nuevos problemas futuros, pero que los tribunales corrijan o
incluso anulen votaciones populares no es una excepción en los regímenes
democráticos. En la democracia más antigua del mundo, Estados Unidos, donde tan
aficionados son a someter a votación popular los más variopintos asuntos, los
tribunales de justicia han anulado por inconstitucionales más de treinta
consultas populares celebradas, y nadie se ha echado las manos a la cabeza por
ello. Habiendo disfrutado de un régimen democrático durante más de 200 años,
los ciudadanos americanos son plenamente conscientes de que la primacía y el
respeto a la ley está por encima de cualquier otra causa en una democracia,
pues no existe ésta sin aquél.
En mi opinión, más grave que la sentencia contra un Estatuto
con cláusulas evidentemente inconstitucionales, fue la propia reforma del
Estatuto propuesta, que pretendió modificar la Constitución en un sentido
confederal por la puerta de atrás, sin la utilización de los mecanismos
establecidos para ello. La realidad es que el nuevo estatuto catalán rompía las
costuras constitucionales. Como Ángel de Fuente concluyó: “Primero, con el
nuevo Estatuto en la mano, la Generalitat podrá hacer en su casa lo que le de
la gana sin interferencia alguna por parte del Estado, mientras que éste último
habrá de pedirle permiso a aquella cada vez que quiera mover un dedo, incluso
en temas que constitucionalmente son de su exclusiva competencia. Y, segundo,
que la Generalitat se queda con las llaves de la caja y tiene el firme
propósito de reducir gradualmente su aportación a la solidaridad
interterritorial”[ii].
Aragón, exmagistrado del Tribunal Constitucional reivindica de hecho la
sentencia que ajustó ese texto a la legalidad, y advierte que "el pueblo
de una Comunidad Autónoma no es soberano" y que "hay cosas que no se
pueden hacer sin reformar la Constitución"[iii].
Esa sentencia, pese a sus defectos, también tuvo sus virtudes, como señala el
mismo Aragón: “Una, señalar claramente que hay límites constitucionales frente
a los estatutos de autonomía. Si el legislador autonómico puede hacer lo que
quiera, para qué la Carta Magna. Otra, expresar que hay opciones para reformar
el modelo autonómico, pero exigen la reforma constitucional. Y esta no se puede
hacer a través de una reforma estatutaria.”
Las últimas reformas estatutarias pretendieron decirle al
Tribunal Constitucional cuáles eran sus límites a la hora de interpretar el artículo
149.1 de la Constitución. El Tribunal respondió en la STC 31/2010 que le
corresponde a él como intérprete supremo de la Constitución interpretar el
alcance de las competencias reservadas al Estado. “La respuesta del TC no
debería sorprendernos, pues es la misma que se obtendría en la mayoría de los
sistemas políticos descentralizados de nuestro entorno”, opina De la Quadra
Salcedo[iv].
El destino de Cataluña no podrá ser diferente del de los territorios europeos
asimilables: si uno conoce Escocia, Baviera, Sajonia, Alsacia, Piamonte,
Bretaña, Córcega, etc., descubrirá que tienen una historia que, desde el punto
de vista nacional, desborda la que tienen los territorios de este tipo en
nuestro país. Es llamativo en clave europea que un mismo País (Vasco) tenga un
amplio grado de autonomía de un lado de la frontera de un Estado y nada del
otro lado. Por seleccionar el caso, que se invoca de forma frecuente, de
Baviera, lo cierto es que, dejando al margen incluso el tema competencial, en
lo puramente político Baviera tiene una arraigada historia nacional y una
lengua propia tan diferente del alemán como pueda ser el catalán del
castellano. Ahora bien, nadie osa allí escribir señales de tráfico en bávaro o
redactar leyes que lo promuevan, o adoctrinar en clave bávara en los colegios.
Repartiendo culpas, es obvio que la mayor parte de la
responsabilidad del agravamiento de este proceso durante los últimos años la
tiene el Presidente de la Generalidad catalana; y es socorrido culpar también
al presidente del Gobierno español y al PP: si actúan, ofenden al catalanismo y
provocan su desafecto; si permanecen pasivos y callados, también. Cierto es que
su falta de interés en convencer a los nuevos independentistas ha dejado el
campo libre al discurso único del soberanismo, aunque este utilice argumentos
más que discutibles y hasta ridículos. Pero oyendo a los líderes del PSOE y del
PSC parece como si la izquierda fuera ajena al enredo y no tuvieran
responsabilidad alguna. En 2003, Zapatero prometió que aceptaría el Estatuto
que los catalanes decidieran por sí mismos pensando, en su optimismo
irreductible, que el texto que se aprobara sería digerible, y no lo fue. En su
lugar, el PSC se unió a los partidos
nacionalistas a ver quién era más catalanista y así Maragall, líder del PSC
durante la pasada década, instauró un nacionalismo de izquierdas cuya única
tarea fue redactar un nuevo Estatuto de Autonomía divisorio, conflictivo y que
nadie le había pedido.
Cuando se pregunta a los ciudadanos, la reforma de su
estatuto nunca es un problema relevante, exceptuando para una ínfima minoría[v].
Pero sí parece ser fundamental para las élites políticas nacionalistas, que lo
convierten en santo y seña de su política. En cualquier caso, una vez
elaborado, el propio Maragall dijo: “Ya tenemos una nueva Constitución, una
nueva ley fundamental en Cataluña”, en la cual “el Estado tiene un carácter
meramente residual”. Igualmente, fue José Montilla, también del PSC, quien
siendo el mayor representante del Estado en Cataluña (Presidente de la
Generalidad) encabezó una multitudinaria manifestación contra las correcciones
del Tribunal Constitucional al Estatuto, necesarias por la evidente
inconstitucionalidad del texto.
Dicho esto, ¿de verdad el independentismo es un sentimiento
mayoritario en Cataluña como para promover la secesión? En realidad, los
independentistas siguen en las cifras de siempre. Pese a lo ilegal y
estrafalario del referéndum, apenas cosechan nuevas adhesiones. El índice de
participación en su “proceso participativo” de noviembre de 2014 se situó por
encima del 37% de la población de Cataluña con derecho a voto (unos 2,3
millones de votantes sobre un total de 6,2 millones), y los que votaron
decididamente por la independencia (1,85 millones) no alcanzaron el 30% del
total del censo. Tras años de propaganda y desinformación independentista, la
Cataluña silenciosa sigue sin estar por la independencia, sino por otra cosa. Y
eso si no ha existido manipulación en las cifras, porque la consulta estaba
financiada y organizada por los partidarios de la independencia, y no existía
la obligada neutralidad democrática hasta tal punto que el recuento lo
realizaron independentistas declarados sin control alguno. En resumen, el voto
secesionista no logra acercarse ni de lejos a la barrera del cincuenta por
ciento. Los independentistas tienen un núcleo de 1,8 millones de votantes que
se apuntan absolutamente a todo; están motivados y movilizados. Son muchos,
indiscutiblemente, pero no es un resultado mayoritario que exprese un sentir
generalizado, en especial si observamos el recuento en el cinturón industrial
del país y en Barcelona. Los independentistas han demostrado ser una fuerza
numerosa y compacta, aunque minoritaria, que se ha acrecido ante la
incomparecencia del Estado y la inhibición de la gran mayoría de la población. El
sueño de los independentistas era que la gran mayoría de los catalanes querían
la independencia. Despertaron el 9 de noviembre: menos del 30% se apuntaron a
ella. El separatismo catalán no solo carece de fuerza para imponerse a España,
sino que ni siquiera la tiene para imponerse a Cataluña.
No resulta difícil pensar que en un referéndum pactado
que tuviera fuerza decisoria, los contrarios a la independencia se sentirían
más concernidos y movilizados y podrían alcanzar mayorías cualificadas en, al
menos, muchos territorios. Esa es la mayor fragilidad del proyecto
secesionista. En este caso, ¿iban a estar dispuestos los líderes nacionalistas
a admitir la partición de Cataluña para que esas porciones de territorio
permanecieran en España? Porque España no debería estar dispuesta a renunciar a
defender la voluntad mayoritaria de los habitantes de esos territorios. Y, aún
si lo estuviera, el nuevo Estado nacería con una fractura interna terrible, que
amenazaría su estabilidad. Los casos de Ucrania, y de otros países de la
antigua Unión Soviética con zonas de mayoría prorrusa, y los conflictos que por
ello se han producido, deberían ser al respecto un motivo de reflexión.
(Continuará)
[ii] DE LA FUENTE, Ángel, Reflexiones sobre el proyecto de Estatuto catalán. El País, 5 de
octubre de 2005, Madrid.
[iii] ARAGÓN, Manuel, El
grave error fue la reforma del Estatuto, no la sentencia, Crónica global, Barcelona,
2014.
[iv] DE LA QUADRA-SALCEDO JANINI, Tomás, El tribunal constitucional en defensa de la
Constitución, Revista Española de Derecho Constitucional, Madrid, 2010.
[v] Según el barómetro 2633 de enero de 2006, ni siquiera
era un gran problema para los votantes nacionalistas. De hecho, únicamente el
5% de los electores de CiU y del PNV, y apenas el 12% de los de ERC
consideraban que la reforma de su Estatuto fuera “uno de los tres problemas
principales que existen actualmente en España”.