El
9 de enero de 2013 murió James M. Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986
por su desarrollo de las bases contractuales y constitucionales de la teoría
económica y del proceso de toma de decisiones. Es considerado el máximo
representante de la teoría de la elección pública (Public choice), que enlaza la economía con la política a través del
Estado.
Su
trabajo más conocido, que publicó colaborando con Gordon Tullock en 1962, es Calculus of Consent: Logical Foundations of
Constitutional Democracy (“El cálculo del consentimiento: los fundamentos
lógicos de la democracia constitucional”), donde combinan las decisiones
económicas en el contexto de las limitaciones constitucionales del sistema
político. Su aportación a la economía política fue fundamental al realizar un
análisis realista de la intervención económica de los gobiernos, incluyendo la
introducción de la elección racional en las decisiones gubernamentales. En
síntesis Buchanan, con su teoría de la “elección pública”, defendía que aunque
en la mayoría de las escuelas de pensamiento económico se asume que el Estado,
y los políticos que toman las decisiones, actúan buscando el “interés general”,
en realidad, al igual que el resto de seres humanos, los políticos al ejecutar
políticas públicas actúan fundamentalmente guiados por su propio interés.
De
ser cierto las repercusiones para la teoría económica eran importantes. La
teoría keynesiana en boga sostenía que el Estado debía incurrir en déficits
públicos con políticas de gasto público en una economía debilitada por la baja
demanda, y generar superávits presupuestarios en épocas de alta demanda para
sufragarlos. Esto es lo que deberían hacer los políticos si se guiasen por el
bien común. Sin embargo, lo que se observa desde la 2ª Guerra Mundial es que
los estados generan déficits públicos de forma casi permanente. El motivo,
según la teoría de Buchanan, es que los políticos guiados por su voluntad de
mantenerse en el poder, tendían en todo momento bien a reducir los impuestos
recaudados a los ciudadanos o bien a incrementar el gasto público en aquellas
partidas que podían generar más simpatías (y votos). Como resultado, siempre se
gastaba más de lo que se ingresaba, y cuando se registraba una crisis, el
Estado se encontraba ya tan endeudado por los déficits acumulados que no podía
incurrir en déficits adicionales con políticas de gasto público que estimulasen
la demanda, so pena de no poder hacer frente a sus pagos e incurrir en
bancarrota. Para evitar este comportamiento la teoría de elección pública
proponía (entre otras cosas) introducir en la Constitución una regla operativa
para evitar los déficits excesivos. Esta regla fiscal debería impedir las
derivas demagógicas hacia el déficit a la que son propensos casi todos los
políticos, al tiempo que limitaba la tendencia de las burocracias públicas a su
permanente crecimiento.
Se
trata de aplicar a la política fiscal una receta parecida a la que ya hace
décadas se aplicó a la política monetaria, cuando, ante la incapacidad entre
los años 50 y 80 de mantener la inflación bajo control, en los países desarrollados
se delegó la política monetaria y el control de la inflación en unos bancos
centrales independientes del poder político y que, por tanto, eran capaces de
tomar medidas impopulares como incrementar los tipos de interés o contener la
masa monetaria de un país. La evidencia ha demostrado que fue una buena
decisión y que la independencia del banco central favorece el control de la
inflación y la estabilidad de precios.
Así
pues, la teoría de la elección pública de Buchanan es la que justificaba
teóricamente, por ejemplo, la reforma del artículo 135 de la Constitución
Española, con el objeto de introducir un límite de déficit y deuda en ella, y
evitar así la cronificación del déficit público en nuestro país. La
implementación de una regla de equilibrio presupuestario basada en el déficit
estructural (el de carácter permanente que se produce independientemente de la
influencia del ciclo económico sobre los ingresos y gastos) en nuestra
Constitución, lo que hace es obligar a los políticos en las épocas de
crecimiento económico a ahorrar y no dilapidar los excesos de recaudación que
se producen en cualquier ciclo de crecimiento. Evitando el despilfarro en las
vacas gordas y permitiendo políticas de gasto público en las vacas flacas, esta
regla no limita las políticas de estabilización, el tamaño del sector público o
la sostenibilidad del Estado de bienestar. Por el contrario, garantiza su
sostenibilidad financiera. Sirvan como ejemplo de lo que evitaría los datos de
déficit corriente y estructural en la economía española en los últimos veinte
años. Desde el año 1991 hasta la actualidad sólo se habría cumplido la regla de
déficit estructural desde el 2002 al 2005. Es decir, incluso cuando la economía
crecía a ritmos superiores al 3%, los excesos de recaudación se malgastaban
generando déficit. ¿Y cuánto se hubiera podido ahorrar durante todos esos años
de crecimiento cumpliendo esta regla? Pues en euros actuales nada menos que
unos ¡400.000 millones de euros! ¡Qué bien hubieran venido para sacarnos de la
crisis con gasto público! No habríamos estado con el agua al cuello, como
estuvimos entre 2009 y 2013. Bienvenidas sean las aportaciones de Buchanan a la
economía política.