Cada
cierto tiempo, el salario mínimo (SMI) vuelve al centro del debate. Los
defensores de su aumento argumentan que ello favorece a las personas de bajos
ingresos, reduciendo la brecha salarial entre los ricos y pobres, y
convirtiéndose en una medida efectiva contra la desigualdad en los ingresos del
trabajo.
¿Establecen
todos los países un salario mínimo? No, pero sí la mayoría. En la Unión Europea
lo tienen 21 de los 28 países, aunque su importe varía. España es el octavo país
de la UE con un mayor salario mínimo. Sin embargo, en Europa, países tan poco
sospechosos de liberalismo a ultranza como Dinamarca, Suecia, Islandia,
Finlandia, Austria o Suiza, no han establecido ninguno. El actual nivel del SMI
en España (un 35% del salario medio) afecta a menos del 2% del total de los
contratos de trabajo de los adultos, lo que explica por qué incrementos
moderados en el mismo no suelen tener un efecto negativo significativo sobre el
empleo de adultos.
Sin
embargo, la economía no tiene un mercado de trabajo, sino muchos, dependiendo
del tipo de trabajadores. El efecto del salario mínimo depende de la
cualificación y experiencia del trabajador, ya que no afecta a quien tiene una
alta cualificación y experiencia, pues su salario es superior al mínimo, pero
sí afecta a los trabajadores no cualificados y a los jóvenes sin experiencia. El
efecto del salario mínimo sobre el empleo está bien estudiado en la teoría
económica. Si el salario mínimo es superior al percibido por los trabajadores
no cualificados, su efecto será elevar la renta de los trabajadores que
mantengan su empleo y desplazar al desempleo o a la economía sumergida a
aquellos que no lo mantengan. Y es que algunas actividades con escaso valor
añadido y uso intensivo del trabajo no pueden sobrevivir con salarios más
elevados. Su incremento tiene otro efecto secundario, como es que algunas
personas (especialmente jóvenes) que estaban estudiando abandonen los estudios
para trabajar a los nuevos y más elevados salarios. Estos jóvenes desplazan a trabajadores
adultos sin cualificar, que ahora quedan desempleados. Por ello, si se intenta
mejorar la redistribución de la renta, el SMI no es un buen instrumento.
Existen
evidencias de que los aumentos en el SMI han tenido incluso antes de la crisis un
impacto negativo sobre el empleo juvenil, dado que la productividad de un joven
sin cualificación ni experiencia no es suficiente para que las empresas lo
contraten por este salario. En muchos países diferencian el salario mínimo por
tramos de edad. En España se eliminó en 1998, pero países como Bélgica,
Francia, Australia o EE.UU. tienen distintos salarios mínimos según la edad del
trabajador. Un salario mínimo menor, y no mayor, para los jóvenes permitiría
reducir la tasa de paro de los jóvenes sin cualificación (cercana al 70%), así
como la tasa de abandono escolar (del 25%).
Pese
a todo ello, el PSOE propuso en su borrador de programa electoral subir el SMI
hasta el entorno de los 1.000 euros en dos legislaturas. Esto supondría pasar
de los 648 euros en 14 pagas de la actualidad a los 1.000 euros al mes, un
incremento del 54% en ocho años. Pero un incremento en esa cuantía afectaría al
33% de los trabajadores y nos colocaría entre los países con un mayor salario
mínimo relativo (en comparación con el salario medio). Da la impresión de que
se les fue la mano.
También
hay muchas personas sin cualificación entre los adultos, pero para ellos no
parece que la solución adecuada pase por cambios en el nivel del SMI. Hay
mejores formas de luchar contra el creciente fenómeno de los trabajadores
pobres. Así, es más razonable buscar fórmulas para reducir su coste laboral a
través de reducciones en las cotizaciones sociales a trabajadores poco
cualificados o con complementos salariales. Sobre éstos últimos, en Estados
Unidos existe un exitoso modelo de lucha contra la pobreza de los trabajadores
con pocos ingresos denominado Earned
Income Tax Credit (EITC), que funciona muy bien. Allí, un hogar sin hijos
con ingresos de 9.000 dólares anuales recibe 496 $/año de complemento (un 5,5%
de incremento de sus ingresos); con un hijo, 3.069 $/año (un 34,1% de aumento);
con dos, 3.610 $ (+40,1%); y con tres, 4.061 $/año (+45,1%). El EITC tiene
incluso efectos positivos probados a largo plazo en el bienestar de los hijos
de las familias que lo reciben. En 2013 gracias a este programa 6,2 millones de
personas abandonaron la pobreza y el número de niños pobres se redujo un 25%.
Igualmente el programa redujo la severidad de la pobreza para 21,6 millones de
personas, incluidos 7,8 millones de niños. Allí es considerado igualmente como
la medida más exitosa para reincorporar al empleo a las madres recientes.
Ciudadanos
propuso algo parecido en su programa electoral con el Complemento Salarial
Anual Garantizado (CSAG). La idea consiste, por un lado, en ayudar a los
trabajadores con bajos ingresos con ingresos adicionales a través de
devoluciones en el IRPF y, por otro, crear un incentivo para incorporar más
trabajadores al mercado y sacar a algunos de la economía sumergida. A
diferencia de las “rentas básicas”, el CSAG incentiva y recompensa a quien
trabaje, ya que lo reciben sólo aquellos que hayan trabajado en el año fiscal,
y lo hace asegurando que los ingresos crecen cuando se trabajan más horas o más
miembros del hogar logran trabajo. Sus promotores aseguran que no tiene nada
que con el salario mínimo, "que expulsa del mercado a los trabajadores
menos cualificados”. El CSAG anima a los trabajadores de baja cualificación a
trabajar y facilita que el empleo, incluso aunque sea a tiempo parcial, tenga
una remuneración digna. Como, además buena parte de los ingresos del
complemento salarial se destinarían al consumo, parte de ese gasto revertiría
de nuevo a la sociedad. De hecho, en Estados Unidos el 75% del gasto en las
EITC retorna a la economía, lo que no está nada mal.
Y
es que lo que realmente necesitamos son más políticas de éxito probado y más debate
sereno entre expertos, políticos y agentes sociales sobre lo que funciona y lo
que no, y menos ocurrencias electorales, aunque den votos.