En España los partidos políticos se han convertido en
instituciones oligárquicas, donde sus dirigentes adoptan decisiones sin tener
en cuenta las opiniones de sus militantes, que si acaso son consultados
únicamente para legitimar resoluciones previamente adoptadas. En este tipo de
partidos, los dirigentes controlan de manera férrea el poder y monopolizan o
restringen la participación de las bases en las decisiones programáticas o en
la elección de los candidatos, y las bases carecen de poder y mecanismos para
premiar o castigar a sus líderes, si no comparten sus decisiones. Por este
motivo, la legitimidad de los partidos se ve cada vez más cuestionada por la
opinión pública.
Esta situación es fruto de la evolución histórica de nuestra
clase política. En la transición democrática, el peligro más temido por los
constituyentes fue no ser capaces de construir un régimen político que gozara
de estabilidad política. Dicha preocupación por la estabilidad condujo a la
creación de unos partidos fuertes, homogéneos y cerrados en sí mismos,
temerosos de albergar conciencias excesivamente críticas y de desaparecer ante
la pugna de facciones opuestas entre sí. Por este motivo, ni la Constitución ni
la ley de partidos políticos han desarrollado ni derechos, ni garantías, ni
procedimientos internos en los partidos. Se fueron consolidando, en
consecuencia, unas organizaciones en las que lo importante era la unidad y la
disciplina interna, por encima de la relación con la ciudadanía. Un sistema
electoral de listas cerradas contribuyó a ahondar la distancia entre electores
y candidatos, los cuales, una vez en posesión de sus cargos, se han venido
mostrando más pendientes de rendir cuenta de sus actuaciones a sus respectivos
partidos, que de atender a las demandas de la ciudadanía. Si los partidos
políticos españoles se han convertido en organizaciones muy cerradas, reacias a
la discrepancia y al disenso interno en manos de la “cupulocracia” de los
mismos, se hace preciso abrirlos a la sociedad, con el fin de reducir el poder
omnímodo de los dirigentes de los partidos. Para ello, nada mejor que unas
elecciones primarias para seleccionar a los candidatos electorales. Si los
dirigentes de los partidos pierden el poder de castigar o premiar a los
militantes díscolos u obedientes, perderán parte del poder que los hace
irreductibles.
La ley de partidos española incluye entre sus estipulaciones
que “los partidos políticos se ajustarán en su organización, funcionamiento y
actividad a los principios democráticos”, pero la realidad es que este precepto
dista mucho de cumplirse. Dado que la ley actual no obliga a un sistema de
elección u otro, cada partido ha optado por sus propios métodos supuestamente
democráticos, pero la realidad es que los dirigentes se guardan una buena cuota
de poder para nombrar a sus candidatos preferidos, ya sea por un método u otro.
En los países democráticos hay básicamente tres maneras distintas de escoger un
líder político: voto restringido (solo votan los cargos del partido), el dedazo
(el líder saliente o la cúpula del partido escoge al sucesor a puerta cerrada)
y elecciones internas (primarias). Cada sistema tiene sus ventajas e
inconvenientes.
El sistema de votación restringida era hasta hace poco el
más extendido en toda Europa. La decisión la tomaban los cargos intermedios del
partido, en votación o en Congreso. Tenía la ventaja de que no solía provocar
enconadas disputas en el interior del partido, ya que la pugna por el poder
duraba poco y se celebraba a puerta cerrada. Sin embargo, presentaba varios
problemas. En ocasiones las disputas internas eran tan enconadas que resultaban
imposibles de ocultar a la opinión pública. Asimismo, distanciaba a la cúpula
del partido de las bases, que observaba cómo los dirigentes de un partido
decidían en negociaciones secretas y por intereses normalmente personales
quiénes serían los nuevos dirigentes y candidatos, comenzando un proceso de
desafección que nos ha conducido a acusar a los políticos de estar más
pendientes de sus asuntos particulares que de representar adecuadamente a los
ciudadanos. Era además un proceso fácilmente manipulable si se controlaba cómo
se elige a quienes votan, las condiciones de presentación de candidaturas y el
sistema de votación. Controlando estos factores una cúpula decidida y sin
escrúpulos podía eternizarse en el poder, y de hecho lo hacía. Este era el
sistema utilizado por la mayoría de los partidos tradicionales en España (a
excepción del PP, que utilizaba el dedazo). Era además el método preferido en
los países no democráticos, en la mayor parte de los regímenes comunistas del
siglo XX y en algunos regímenes fascistas (como por ejemplo el franquista y sus
sindicatos verticales). Se trata de una suerte de democracia piramidal, en el
que las bases eligen a unos representantes locales, que a su vez eligen a otros
representantes provinciales o regionales, quienes a su vez eligen a los
representantes nacionales, que, por fin, votan la elección de la cúpula del
partido. Naturalmente, la capacidad de control y de rendición de cuentas de los
representantes nacionales ante la base que inició el proceso es nula, y las
elecciones se deciden en negociaciones de reparto de poder entre la cúpula.
El sistema de dedazo no guarda ni siquiera las formas
democráticas ni un mínimo de transparencia. El sucesor es elegido por el actual
ocupante del cargo o por una reducida camarilla de “hombres fuertes” del
partido. Es el sistema elegido por el PP para las tres sucesiones que ha
llevado a cabo. El conflicto interno no existe, pero la representatividad y
legitimidad ante las bases y el electorado es aún menor que en el sistema
anterior. La suerte del sucesor dependerá del resultado de las siguientes
elecciones. Si las gana, detentará el poder absoluto sobre la suerte laboral de
decenas de miles de sus afiliados y se revestirá de la representatividad y
legitimidad de la que carecía. Si las pierde, resulta muy vulnerable al carecer
de ambas. No es un sistema muy habitual en Europa, ya que descansa
exclusivamente en la sagacidad y buen criterio del actual líder.
Por otro lado, de todos los métodos de selección de
candidatos, las elecciones primarias son las que despiertan mayor fascinación.
Se trata de un método percibido por muchos observadores como una forma de
democratizar el funcionamiento interno de los partidos. Las primarias suelen
ser la norma en los partidos de nueva creación en España y en otros países han
acabado generando una suerte de “contagio”, que lleva a adoptarlas a los
partidos tradicionales. Así ha sucedido en Irlanda, Francia, Italia, Canadá y
el Reino Unido. Las primarias en España son el mecanismo de elección de los
cabezas de lista de UPyD, Ciudadanos, ICV y ERC, pero no del resto de
candidatos que se eligen “a dedo” por los órganos del partido. Ciudadanos elige
por primarias a los primeros cinco puestos de la lista electoral, aunque el
resto se completa por los equipos dirigentes. En Podemos se eligen por
primarias no personas, sino listas cerradas, de modo que la capacidad de
elección también es reducida, pues se reduce a un bloque de personas u otro. Y
el PSOE, que formalmente muestra predilección por un sistema de primarias, lo
utiliza únicamente para elegir a su cabeza de lista, y en la práctica ni
siquiera a éste, puesto que ha acabado utilizando preferentemente el voto
restringido[1]
o estableciendo complicados requisitos para los aspectos mencionados y, en
especial, sobre las condiciones de presentación de candidaturas[2] y unos reducidos plazos
para presentarlas que dificultan la presentación de candidatos no “oficiales”.
Así, a la mayor parte de los procesos de primarias formalmente abiertos acaba
presentándose únicamente el candidato oficial[3]. De hecho, ningún
candidato del PSOE se ha presentado nunca a la Presidencia del Gobierno tras
haber sido elegido en un proceso disputado de primarias[4].
Si es preciso modificar el mecanismo de selección de candidatos
a cargos electos para reducir el poder de las cúpulas de los partidos para
imponer “sus” candidatos, esto es, a los funcionarios de partido a los que se
pretende recompensar por los servicios prestados, la pregunta que cabe hacerse
es cómo. La respuesta obvia es reduciendo la capacidad de las cúpulas de los
partidos políticos para confeccionar las listas electorales a su conveniencia
y, de esta manera, reducir su capacidad para “comprar” voluntades con la
promesa de un buen puesto en las listas electorales. Para ello, hay que
eliminar el “dedazo” o los tejemanejes urdidos entre unos pocos dirigentes que
confeccionan las listas premiando y castigando afectos y desafectos. Si
deseamos eliminar o, al menos, reducir la desafección hacia la política y la crisis
de legitimidad de nuestros representantes electos, parece claro que ni el
método de votación restringida, ni mucho menos el “dedazo” pueden seguir siendo
mecanismos “democráticos” de selección de candidatos[5]. La única solución es la
elección de candidatos por primarias con voto secreto y directo entre todos los
militantes o incluso entre simpatizantes o electores.
Así pues, apuesto por un modelo que garantice el máximo de
pluralidad en la selección de los cargos electos, con el fin de cumplir la misión
constitucional de “facilitar el acceso a la vida pública y la adecuada
representación de los ciudadanos”. Para ello, nada mejor que instaurar la
celebración de elecciones primarias como método obligatorio de selección de
candidatos a cargos electos de los partidos. Las primarias generan legitimidad,
favorecen la renovación de nuestra élite política, permiten el acceso de
líderes ajenos al funcionariado de partido, y constituyen un mecanismo útil
para atraer de nuevo a la política a personas brillantes que han perdido el
interés en los partidos. No solucionarán todos nuestros problemas, pero
ayudarán a regenerar nuestra élite política, a reducir la corrupción y a
estimular la calidad e independencia de nuestros políticos.
En otra entrada posterior, me ocuparé de qué tipo de primaria es la más adecuada: abierta (cualquier ciudadano puede votar), cerrada (votan únicamente los militantes) o semicerrada (votan militantes y simpatizantes inscritos).
Extracto del libro "Voto útil: cómo elegir a nuestros políticos".
[1] Tal y como fue elegido Rubalcaba en 2011, en un
proceso diseñado para que no se presentara competidor alguno; o por voto
restringido a través de Congresos de delegados en el que fue elegido Zapatero,
un absoluto desconocido, durante el XXXV Congreso Federal de junio de 2000,
tras la dimisión de Joaquín Almunia.
[2] Exigiendo avales del 10% de los militantes para
presentarse que solo pueden recoger candidatos del “aparato”.
[3] Así ha sucedido finalmente con la elección de junio de
2015 de Pedro Sánchez como candidato a la Presidencia del Gobierno.
[4] Ni siquiera el primero, Borrell, elegido por primarias en 1998 llegó a
presentarse finalmente a las elecciones como candidato, pues acabó renunciando
en 1999 en favor de Almunia, debido a la falta de apoyo de la dirección del
partido.
[5] Otro asunto distinto es la
selección de cargos orgánicos internos (no electos) del partido, en el que la
selección restringida puede ser perfectamente aceptable. De hecho, la
separación entre los cargos orgánicos del partido y los cargos electos, que propondré
más adelante, debe comenzar por una diferenciación clara que parta incluso del
método de elección.