martes, 1 de marzo de 2016

La supresión de las Diputaciones

El reciente acuerdo de gobierno entre PSOE y Ciudadanos prevé la supresión de las 38 Diputaciones Provinciales de régimen común y la creación de Consejos Provinciales de Alcaldes (¿?) para la atención al funcionamiento y la prestación de servicios de los municipios de menos de 20.000 habitantes de la provincia respectiva. Como no podía ser menos, con este motivo se ha abierto un encendido debate sobre la conveniencia o no de hacerlo.

Desde su creación en el siglo XIX, las diputaciones han sido un apetecido objeto de deseo por parte de las oligarquías locales (los caciques, para entendernos) con el fin de controlar el territorio y a sus habitantes, desarrollando una compleja red de relaciones informales, fundadas en vínculos económicos y familiares. Las Diputaciones se encargan básicamente de los Ayuntamientos de menos de 20.000 habitantes en cada provincia. Su capacidad de influencia política a nivel local (controlando los alcaldes de los pequeños municipios) es determinante. No en vano, gestionan fondos y subvenciones que afectan de forma directa a miles de pequeños municipios sin capacidad financiera. Son, por lo tanto, instrumentos clave en el reparto del poder y del empleo público.
Su papel, en principio ideado para prestar servicios esenciales a municipios de tamaño reducido, ha sido puesto en tela de juicio porque suponen una institución pública redundante con otras, lo que genera numerosas duplicidades y gastos superfluos. Otras razones adicionales son que gestionan recursos públicos pero que, sin embargo, no tienen atribuidas competencias propias, no disponen de ingresos propios y además, sus representantes políticos no son elegidos democráticamente y, por lo tanto, no rinden cuentas de su gestión ante los electores, lo que convierte a las diputaciones en un lugar excelente en el que cometer tropelías de corrupción y amiguismo sin que nadie pueda castigarte electoralmente.
Es difícil negar las duplicidades con otras administraciones. Al aparecer las Comunidades Autónomas (CC.AA.) con la Constitución de 1978, lo lógico y razonable hubiera sido que éstas absorbieran las funciones, activos y personal de las diputaciones y las utilizaran como su administración delegada en las provincias. Pero no se hizo así, y las regiones desplegaron sus propios servicios periféricos en cada una de las provincias de su ámbito territorial, multiplicando delegaciones sectoriales de cada una de las Consejerías para el asentamiento de la Administración autonómica en cada uno de estos territorios. Esto ha conducido a una enorme duplicidad de servicios administrativos entre las CC.AA. y las diputaciones. De hecho, las diputaciones de régimen común dedican a su razón de ser (prestar servicios públicos básicos a los municipios pequeños) apenas el 10% de sus 6.400 millones de presupuesto. El resto del presupuesto se destina o bien a prestar servicios que ya realizan las CC.AA. (un 46% de su presupuesto para sanidad, educación, cultura, deporte, servicios sociales, fomento del empleo y apoyo a sectores económicos), o bien a gastos generales burocráticos (un 37% de su presupuesto).
Las principales críticas y objeciones a la propuesta de supresión vienen dadas por el apego histórico de los ciudadanos a las provincias, así como a que su ausencia dejaría abandonados a su suerte a los pueblos pequeños. Respecto a lo primero, el apego es evidente en la mayoría de los casos (excepto probablemente en Canarias, donde la división provincial es más reciente -1927- y el afecto se destina a una geografía más reducida, pero también más evidente, como es la isla), pero la desaparición de las diputaciones no lleva aparejada la de las provincias, que seguirían existiendo como división administrativa, aunque sin una institución que la gestione, de modo que éste no desaparecería con las diputaciones. En lo que hace referencia a lo segundo, el supuesto abandono de los pueblos que su supresión aparejaría, es un argumento, a mi juicio, ridículo. Las CC.AA. uniprovinciales asumieron desde 1978 las funciones de la diputación de su provincia, y nada hace indicar que los pueblos en ellas están mejor o peor gestionados y apoyados que en otras CC.AA. donde existen diputaciones. Es evidente que las diputaciones prestan algunos servicios, pero con una estructura organizativa sobredimensionada y con múltiples duplicidades respecto a otras administraciones, que desaparecerían si se esfumaran las diputaciones. De hecho, se podrían prestar los mismos servicios con un menor coste (o mejores servicios manteniendo el coste) al eliminar una de las fuentes de duplicidades.
Las CC.AA. asumirían las funciones, los activos y los pasivos de las diputaciones, y podrían desempeñar estas funciones sin una gran dificultad. Las actividades destinadas al desarrollo de los sectores económicos, el fomento del empleo, sanidad, educación, cultura, deporte y servicios sociales, son ya competencias autonómicas, así que esas actividades, a las que las diputaciones destinan el 46% de su presupuesto, podrían ser desempeñados sin un gran esfuerzo y con una mayor eficiencia por la comunidad autónoma respectiva. La extinción de incendios y el tratamiento de los residuos sólidos urbanos, tienen aún mayor sentido que sean prestados a nivel autonómico, por las economías de escala que podrían generarse. Y buena parte de las actividades relacionadas con el funcionamiento interno de las diputaciones, que suponen el 37% del presupuesto, serían prescindibles en una hipotética desaparición o supresión de las mismas, puesto que no aportan valor añadido a los servicios que reciben los ciudadanos.
En realidad, las diputaciones hace tiempo que han dejado de ser un instrumento para la articulación del Estado central. Son principalmente intermediarias (un 31% de su presupuesto se destina a transferencias a municipios) en el traslado de fondos públicos desde el Estado a los ayuntamientos, lo que además realizan cada vez más no en función de unos criterios objetivos marcados por las necesidades municipales y una planificación racional, sino exclusivamente de acuerdo con el número de habitantes, con un reparto meramente matemático, reparto en el que, además, participan también los municipios grandes y medianos. Con las nuevas tecnologías existentes es perfectamente posible gestionar estos planes más rápidamente y de forma más eficiente de manera directa entre el Estado y los ayuntamientos, tal y como mostró el Plan E que se ejecutó por los municipios sin intermediación de las diputaciones.
¿Cuál sería el ahorro derivado de su desaparición? Si las CC.AA. asumieran las funciones, los activos y los pasivos de las diputaciones, deberían asumir también a los casi 63.000 trabajadores de las mismas, pero de ellos apenas unos 28.000 son funcionarios y el resto, personal laboral y eventual. Si mantuvieran únicamente al personal funcionario el ahorro en gasto de personal y gasto corriente ascendería a unos 1.650 millones de euros, solo por este motivo. Los gastos de personal de las diputaciones son enormes para una institución que no presta servicios directos a los ciudadanos. Se trata de un gasto que corresponde a burócratas, no a médicos, bomberos o abogados. La mayor parte de su personal se dedica a la gestión de programas que se reducen a la concesión de subvenciones. Teniendo en cuenta que apenas el 10% de su presupuesto se destina efectivamente a funciones no cubiertas por las CC.AA., es probable que incluso así hubiera personal “sobrante” para cumplir con sus funciones, lo que se iría corrigiendo con el tiempo con traslados y jubilaciones. Otra cosa sería que hubiera interés político real en realizar este ajuste laboral, dado que muchos de esos trabajadores son clientela política de los partidos políticos en el poder. Enchufados, en una palabra.
En cuanto al resto del gasto, es difícil saber cuánto está duplicado y cuanto está justificado. Según las fuentes, el gasto superfluo oscila entre el 20% y el 80% del gasto no corriente, así que el ahorro oscilaría entre los 500 y los 2.000 millones de euros anuales adicionales, de modo que el ahorro total podría oscilar entre los 2.150 millones de euros y los 3.650 millones de euros al año, lo que está nada mal simplemente por eliminar gasto superfluo. En 2013, la Hacienda estatal lo calculaba en 3.282 millones, al eliminar los servicios que ahora prestan de manera duplicada o triplicada los Ayuntamientos, Diputaciones y Comunidades Autónomas, así que no ando muy descaminado en mis cálculos.
Ciudadanos y PSOE justifican el reciente acuerdo en que supondría evitar un gasto de entre 4.000 y 5.000 millones, pero con una salvedad. Plantean crear una especie de consejos provinciales de alcaldes con el objetivo de coordinar las políticas locales. Apostando, además, por potenciar las mancomunidades municipales. Mientras esos Consejos Provinciales de Alcaldes cumplan una función meramente consultiva, sin estructura burocrática, no serán un problema. Pero es difícil obviar la fuerte tendencia a generar burocracia y estructuras administrativas de cualquier organismo público. Así que yo los obviaría. En cuanto a las mancomunidades, tenemos décadas de experiencia con ellas en España y la mayor parte funcionan muy mal o no  están inactivas. Y es que cuando los “colores” políticos de los municipios que la forman no coinciden, comienzan los problemas. Históricamente, la mayor parte no han servido más que para “colocar” a otro buen número de enchufados del partido de turno en el poder. En realidad, incluso suprimiendo las diputaciones, siguen sobrando entidades locales, algunas verdaderamente inviables. Si se reorganizara a los municipios para que ganaran tamaño y economías de escala, tal y como propongo en esta entrada, no solo las actuales diputaciones perderían toda su razón de ser, sino que los ahorros serían aún más considerables. Y es que el debate sobre el excesivo número de municipios españoles y su coste parece haber pasado a mejor vida.