“Uber, prohibido”. “Casi 600 farmacéuticos pugnan
por las 60 boticas en concurso”. Noticias como éstas sobre la regulación de las
actividades económicas más diversas aparecen con cierta frecuencia en nuestros
medios de comunicación, sin que a nadie le parezca extraño que para entrenar un
equipo de fútbol, conducir un taxi o abrir una farmacia sean precisos una serie
de permisos.
Como principio general, el ejercicio de las actividades
económicas debería ser libre y no estar regulado, ya que establecer más
regulaciones de las necesarias para ejercer una profesión tiene sus costes. Suponen
una barrera a la entrada de nuevos competidores y, por lo tanto, beneficia a
quienes ya están establecidos que, ante la menor competencia, pueden cobrar sus
servicios a precios más elevados de los que existirían de no estar regulados. Por
ello, la política idónea es establecer controles
solo cuando los beneficios de la ordenación superen a sus costes, pero
intentar que las actividades reguladas se limiten al mínimo. Eso sí, con algunas excepciones. El ejemplo clásico y evidente es
el de los médicos. Nuestros conocimientos médicos son escasos o nulos,
especialmente en lo que se refiere a las especialidades médicas. Mientras puedo
valorar si un dependiente me ha atendido mejor o peor, no puedo hacer lo mismo
con la competencia técnica de un neurólogo. Si a esto le añadimos que la
consecuencia de un error médico puede ser la muerte, parece razonable que
establezcamos unos filtros que nos aseguren la competencia de quien ejerce la
medicina. Por ello se limita el ejercicio de la profesión médica a quienes
hayan aprobado una carrera y un examen específico y/o unos años de experiencia como
facultativo.
Pero no parece que esas excepciones puedan aplicarse en el caso de muchas actividades reglamentadas: taxis, farmacias, estancos, administraciones de
loterías y un largo etcétera. A los taxistas cabría exigirles un permiso de
conducción más exigente (como de hecho, se hace), pero ¿por qué limitar su
número a discreción del ayuntamiento de turno, limitando con ello la
competencia? A las farmacias cabría exigirles la presencia de un licenciado en
Farmacia en sus instalaciones, pero ¿por qué el dueño debe ser un farmacéutico?
¿Por qué la licencia se hereda? ¿Por qué el número de farmacias se limita? Lo
de los estancos y administraciones de lotería tiene aún menos justificación.
Estas barreras de entrada en distintas
profesiones son representativas de las sistemáticas restricciones impuestas a
la competencia en nuestra economía y que ocasionan múltiples problemas de falta
de competitividad y productividad. En España tenemos el vicio de la regulación
excesiva. Se trata de un buen número de actividades artificialmente sometidas a
un régimen de oligopolio, cuyo establecimiento beneficia a los propietarios de
licencias en perjuicio de los consumidores. Tal y como cualquier estudiante de
economía aprende, las empresas de un oligopolio ofrecen una cantidad menor que
la demanda potencial de un servicio y a un mayor precio que en un mercado
competitivo, ya que de esta forma maximizan su beneficio. Por este motivo, los
dueños de las licencias, constituidos en lobby, presionan a la Administración
para congelar o reducir la concesión de nuevos permisos con el fin de limitar
la competencia. Todo el proceso daña a los consumidores, que consumen menos del
producto o servicio regulado de lo que desearían y que lo hacen a un precio más
caro, y resta eficiencia.
Nuestros gobernantes deberían
aprender de la obra del francés Jean Tirole, galardonado con el Premio Nobel de
Economía de 2014. La pregunta fundamental a la que Jean Tirole ha
intentado responder a lo largo de su carrera,
es “¿hasta qué punto debería el Gobierno intervenir en un mercado?”. Y
su respuesta es que en ocasiones debe intervenir, y en otras no. A menudo a los
mercados se les impone barreras regulatorias innecesarias a la competencia, lo que
inhibe la capacidad del mercado de ofrecer la mayor cantidad de productos y
servicios al mejor precio. Partidario de la regulación
eficiente, esto es, cuando sus beneficios superan a sus costes, Tirole lo es
también de la liberalización de servicios, porque genera menores precios en su
prestación. “No hay que temer a los mercados, sino regularlos adecuadamente”,
dice. Y es partidario también de introducir mecanismos de competencia en los
servicios públicos, como dar cheques educativos o sanitarios a los ciudadanos
para que puedan elegir centro educativo o sanitario. Todo ello como una forma
de reducir el coste de prestación de los servicios públicos, hacer sostenible
el Estado del Bienestar e incrementar la satisfacción del ciudadano con los
servicios prestados.
No pido tanto. Me conformo con
que analicemos si es realmente necesario exigir licencias a un centenar de
actividades en los que la regulación no es realmente necesaria, ni la consecuencia de su inexistencia sería grave.