El
reciente referendo británico para determinar la salida (Brexit) o permanencia (Bremain)
del Reino Unido de la Unión Europea (UE), es el último pero no el único caso de
utilización partidista de la herramienta de la consulta popular. Tanto este
referéndum como el anterior sobre la independencia de Escocia, como muchos
otros celebrados en numerosos países, son ejemplos claros de cómo una
herramienta que en teoría es apropiada para resolver cuestiones de
trascendencia nacional se pervierte tanto por los motivos de su convocatoria,
como por la información suministrada a los electores, así como por la validez
de su resultado. En Francia, un alto número de referéndums han sido realizados
por razones políticas oportunistas, cuando el gobierno vio la oportunidad de
humillar o dividir a la oposición. En Italia su uso ha sido frecuentemente
destructivo. Incluso en Suiza y Estados Unidos, su excesivo uso cansa a la
población que raramente alcanza un quorum
mínimo de un 50% de participación.
Los
motivos que movilizan a los votantes en referéndums están más relacionados con disputas
de política interna, que con la pregunta en sí misma. Muchos británicos lo suelen
ver como una oportunidad de castigar a un dirigente impopular, y por ello una
vez convocado todo vale para ganar, y lo que menos importa es el interés real
del ciudadano o de la nación. Normalmente la información que se suministra a la
población es sesgada, cuando no manipulada o, simplemente, falsa. El
reconocimiento por parte de sus promotores apenas unos días después del Brexit de que algunos de sus argumentos (la
contribución británica al presupuesto comunitario, por ejemplo) eran falsos, no
son sino una muestra más del cinismo con el que los partidarios de una u otra
opción desinforman al ciudadano.
Así
pues, es particularmente importante que un referéndum se haga bien, y para ello
nada mejor que las reglas que lo rijan sean definidas con anticipación, de tal
modo que todos sepan cuáles son, y no se debata a posteriori la validez o
interpretación de los resultados. Existe un buen número de aspectos que deben
regularse para que el uso de los referéndums no se pervierta.
Cuestiones a preguntar.
¿Debe
someterse a referendo cualquier asunto? Creo que su uso a nivel nacional debería
limitarse a asuntos de relevancia: cambio de régimen, reforma de una
constitución existente, adopción de una nueva constitución, salida de la UE o,
el mayor cambio de todos, la independencia de una parte del Estado. En España es
obligatorio en el caso de modificación de la Constitución en lo que hace
referencia a la forma del estado o los derechos y libertades fundamentales. Generalmente,
los referéndums son bastante apropiados para tales cuestiones y para temas
capitales que cruzan las líneas usuales que dividen a una sociedad.
Poder de convocatoria.
En
la mayor parte de los países, el Gobierno de turno está facultado para
convocarlo a voluntad. En España, el Presidente del Gobierno puede convocar un
referéndum consultivo para “decisiones políticas de especial trascendencia”,
siempre que lo ratifique el Congreso. Pero ya hemos visto que, cuando lo
convoca el gobierno cuando se le antoja, la institución del referéndum puede
volverse desacreditada rápidamente.
Por
otro lado, el simple hecho de convocar un referéndum sobre cuestiones de
trascendencia nacional tiene un coste social innegable. Durante el debate y la
votación las posiciones se enconan; el enfrentamiento es visceral y ambas
partes juegan a “todo o nada”; en la pugna se produce angustia para muchos y
una división social que tarda en cicatrizar, si es que lo hace; y, finalmente,
con el recuento se crean vencedores y vencidos; así que su convocatoria no
puede dejarse al capricho ni a las necesidades personales del Presidente de
turno, sino que debe ser el resultado de un acuerdo mayoritario de que la única
forma de resolver la disputa es preguntando al pueblo.
Para
evitar en lo posible su uso partidista, debería limitarse su convocatoria a una
mayoría cualificada del Parlamento o como instrumento obligatorio de
ratificación de cambios sustanciales en la Constitución. Esa mayoría reforzada debería estar en tres quintos (un 60%) de los diputados,
en lugar de la mayoría simple actual. De esa forma, la consulta debería
pactarse entre los partidos más representativos y se diluiría la tentación
partidista.
La pregunta.
Las
recientes consultas a las bases de distintos partidos políticos en España sobre
la política de pactos de sus dirigentes, así como la consulta independista de
2014 en Cataluña, son un buen ejemplo de lo que no debe ser una pregunta,
formulada de forma torticera y oscura, no con el propósito de conocer la
opinión de las bases o el pueblo, sino para que ratifiquen la política de los
dirigentes de turno. La pregunta debe ser clara y sencilla, pues el resultado
de la consulta no debe estar sujeto a interpretación. En el Reino Unido lo han
solucionado creando una Comisión
Electoral independiente formada por personas no vinculadas a los partidos
políticos, que se encarga de verificar que la pregunta sea simple, directa, concisa, no
ambigua, ni sesgada en favor de ninguna opción, escrita en un lenguaje llano, de no más de 15 o 20
palabras, y, en general, que no confunda al elector.
Información clara y
veraz a los electores.
Lo
ideal sería que los millones de ciudadanos deliberaran y tomaran decisiones de
forma informada, pero la mayor parte no están realmente interesados en dedicar
su tiempo libre y sus esfuerzos a estos asuntos, ni piensan que su opinión sea
realmente relevante, pues es una entre varios millones. El coste de informar a
millones de personas es ingente, y, además, los ciudadanos son vulnerables a la
manipulación, pues reciben información incompleta, falseada y escasa, basada en
latiguillos repetidos y fáciles de recordar, y donde frecuentemente los
argumentos emocionales superan a los racionales. Y, sin embargo, esos
ciudadanos mal informados y que han dedicado poco tiempo y esfuerzo para tomar
una decisión razonada, tendrán que asumir después las consecuencias de su
decisión colectiva.
Un
microcosmos representativo de la población que delibere podría ser un second best, no el ideal sino el que más
se aproxima, ya que ofrecería una imagen de lo que el pueblo pensaría si
dedicara el tiempo y el esfuerzo necesario para informarse, si la información
fuese completa y no sesgada, y si pensara que su decisión era relevante tanto
por su peso como por las consecuencias de la misma. Por eso, desde 2011, en
Oregón se ha establecido por ley que un panel
de ciudadanos revise, debata y apruebe conclusiones acerca de las cuestiones
sometidas a referéndum, entrevistándose con expertos independientes, así como
con grupos que apoyan o rechazan la propuesta. Con toda esta información
elaboran una “Declaración Ciudadana” que destaca las conclusiones alcanzadas
tras el debate, y los más importantes argumentos a favor y en contra de ella.
Esta declaración se hace llegar a los votantes con el fin de proporcionarles la
información no partidista más imparcial posible sobre el asunto a votar. Las
investigaciones independientes realizadas demuestran que las declaraciones
ciudadanas eran imparciales, ampliamente usadas por los ciudadanos y que la
mayoría de éstos las consideraban la herramienta más útil para decidir su voto.
Constatación de la
existencia de una mayoría clara.
¿Qué
mayoría se requiere para que el resultado del referéndum se entienda vinculante
o deba ser atendido de una u otra forma por los partidos políticos? De nuevo,
para cuestiones esenciales e irreversibles, como una reforma constitucional,
una secesión o la separación de la UE, debe ser exigible un resultado
incuestionable ya que existe desequilibrio entre las consecuencias según se
produzca victoria (irreversibilidad) o no (se puede repetir referéndum
indefinidamente).
El
reciente Brexit ha sido decidido por
una exigua mayoría del 51,9% vs. 48,1% en una votación en la que participó el
72,2% del censo electoral, de modo que, en la práctica, apenas el 37,5% del
censo ha tomado una decisión trascendental e irreversible para el Reino Unido. Para
decisiones trascendentales, cuyas consecuencias se extenderán durante
generaciones y que suponen una ruptura clara con un status quo que se ha mantenido durante décadas o siglos, una
mayoría circunstancial, de aquí y ahora, que es posible que cambie en unos
pocos meses o años, no es suficiente. Se requiere una mayoría cualificada. En
mi opinión, la mayoría cualificada
necesaria para alterar el status quo debería
ser de la mayoría absoluta del censo
electoral.
Igualmente,
dado que la decisión es trascendental e irreversible para el futuro, el voto en este tipo de plebiscitos
debería ser obligatorio. Está bien
documentado que algunos segmentos sociales son más proclives que otros para
abstenerse de acudir a las urnas incluso en votaciones decisivas. Los jóvenes,
los ideológicamente moderados o sin ideología, las clases sociales menos
favorecidas suelen acudir a los urnas en una proporción menor que los mayores,
los más extremistas o las clases sociales más favorecidas. Quienes menos votan
en los referéndums son los que menos recursos y nivel cultural tienen, por lo
que las consultas pueden, en última instancia, "crear desigualdad". Sin
embargo, las consecuencias de una decisión de este calado afectarán a toda la
población en su conjunto y no debe tomarse sin su aquiescencia, aunque sea
obligándolos a tomar una decisión. Si la participación en la consulta es
obligatoria se reducirá sustancialmente el número de personas que no vote, y votar
en blanco siempre será posible para aquellos que no tengan una idea clara de lo
que se debe hacer, pero en este caso su voto no sumaría por la modificación del
status quo.
Adicionalmente,
el referéndum sobre la salida de la UE ha puesto también de manifiesto los problemas
de consultas de esta naturaleza cuando se desconocen los términos concretos de
la opción de salida o ruptura. Si se hubiera sometido a referéndum el documento
pactado entre el Reino Unido y la Unión Europea para la salida de la UE, teniendo
ya claro las consecuencias que ello comporta, tal vez el resultado hubiera sido
diferente. De hecho, parece que muchos votantes a los pocos días del referéndum
cuestionan ya su voto, y tal vez otros que se abstuvieron hubieran ido a votar.
Por este motivo, si la decisión de cambio del status quo significa el comienzo de una negociación que culminará
en un acuerdo de separación, debe establecerse igualmente que ese acuerdo negociado de separación sea
sometido de nuevo a consulta para aprobación por la mayoría absoluta del censo,
pues puede suceder que los acuerdos alcanzados no sean satisfactorios para la
mayoría de los ciudadanos que, en ese caso, prefieran mantenerse en la actual
situación. Sería, además, la forma de comprobar
si la voluntad de separación se mantiene en el tiempo de forma mayoritaria,
en dos votaciones separadas por algunos años, y no fruto de una mayoría
coyuntural.
Vacatio.
Otra
cuestión relevante en la regulación de referéndums de este tipo es establecer
una regla por la que no se pueda celebrar otro del mismo contenido hasta
pasados unos años. Tampoco Cameron se ocupó de esta cuestión, y al día siguiente
del referéndum se empezaron a recoger firmas para celebrar un nuevo referéndum
con idéntica pregunta. En principio esta iniciativa no debe tener mucho
recorrido político, pero en todo caso se evitaría toda polémica si la norma
general hubiera establecido la regla pertinente.
Por
ello, debería establecerse que, de no alcanzarse la mayoría requerida, la misma
pregunta no podrá volver a proponerse durante los siguientes veinte años, evitando así la constante
amenaza de un nuevo referéndum cada pocos años, tal y como sucedía en Quebec,
donde su referéndum de independencia se conocía como el everéndum, el referéndum perpetuo hasta que salga lo que se desea,
y como amenaza con suceder en Escocia, donde a los pocos días de perder por un
claro 55% vs. 45%, los partidarios de la secesión ya amenazaban con un nuevo
referéndum en unos pocos años. Así pues, debería establecerse de forma clara
que, de no alcanzarse la mayoría requerida, la misma pregunta no podrá volver a
proponerse durante los siguientes veinte años.
Reglas claras a priori
En
resumen: ¿No debieron tenerse en cuenta todas estas cuestiones? ¿No deberían
tenerse en cuenta cuando se planteen otros referéndums de naturaleza similar?
Cuando se decide someter a referéndum una cuestión esencial de este tipo es
para resolver un problema enquistado de una vez por todas, pero si no se
establecen estas normas claras para que el resultado de la consulta sea
legítimo e incuestionable, lo más probable es que al terminar el recuento nos
encontraremos con más problemas que resolver que los que existían.
Para
evitarlo, nada mejor que unas reglas claras: solo se someterán a referéndum
cuestiones trascendentales; para evitar tentaciones partidistas, lo convoca una
mayoría reforzada del Parlamento; la pregunta deber ser simple, directa,
concisa, no ambigua, y no sesgada; con el fin de proporcionarles la información
no partidista más imparcial posible sobre el asunto a votar, se hará llegar a
los votantes las conclusiones de un panel de ciudadanos que han revisado y
debatido el asunto con expertos y partidarios de cada opción; el voto será
obligatorio, y se exigirá una mayoría absoluta del censo favorable a cambiar el
actual status quo antes y después del
proceso negociador que tuviera que producirse; y, finalmente, no se podrá
volver a realizar una consulta similar durante los próximos veinte años.