El 9 de noviembre de 2014
Cataluña celebró su consulta independentista pese a que su “proceso
participativo” había sido suspendido por el Tribunal Constitucional. El
Gobierno catalán lideró y organizó de la votación, y su presidente llegó a
proclamar con actitud desafiante y chulesca que “si la fiscalía busca a algún
culpable, soy yo”. Todos hemos visto con nuestros propios ojos que la consulta
se celebraba. Aplicando el sentido común, muchos españoles observamos
asombrados que un acto manifiestamente ilegal se celebró a las claras. Es obvio
que el uso de la fuerza pública para retirar las urnas y cerrar los colegios
hubiera sido un auténtico disparate. Pero el hecho que no se tomaran medidas
cautelares no significa que las denuncias presentadas deban pasar a mejor vida.
Los tribunales deben tramitar las denuncias, y veremos cuál es el final de la
película.
Dura lex, sed lex, respondo cuando me preguntan qué hacer con el desafío
soberanista del gobierno catalán. Es una expresión latina, originaria del
Derecho romano, que traducida viene a decir "dura es la ley, pero es la
ley”, lo que significa que es preciso respetar la ley, en todos los casos,
incluso aunque nos perjudiquemos con ello. Que se aplique la ley es importante:
en un Estado de Derecho es una irresponsabilidad prescindir de las reglas,
porque eso alienta el caos, y con él, la injusticia. Si se permite incumplir la
ley a algunos, todos estaríamos legitimados para incumplirla cuando nos viniera
bien. Claro que hay que seguir haciendo política, que no es otra cosa que un
instrumento para resolver las disputas, pero no es menos cierto que la Justicia
debe seguir trabajando en pro del mantenimiento del Estado de Derecho.
Así que primero la Ley, con toda
su contundencia y sin ridículos complejos. Ahora lo que toca es hacer cumplir
la ley y que todo el peso del Estado de Derecho caiga sobre quien piensa
eludirla. La “valentía” que exhiben los independentistas ignorando a los
tribunales de justicia e incumpliendo las leyes, nace de su convicción acerca
de la debilidad del Estado, que creen tolerará cualquier cosa, o aceptará
cualquier escenario (incluso uno secesionista) antes que ejercer la autoridad
que le confiere y exige la Constitución, las leyes y el pueblo español. Se
trata de un problema coyuntural, pero extremadamente grave. Si se pasa por alto
ahora el incumplimiento de las leyes no habrá forma en el futuro de que otros
políticos y gobernantes autonómicos las cumplan. Después tocará la reforma de
la Constitución para lograr un Estado de las Autonomías eficiente, que
incorpore al proyecto común a esa mayoría silenciosa de catalanes que aún
permanecen en sus casas. El derecho a decidir lo decidimos todos.
Eso sí, resulta increíble que
nuestro sistema jurídico carezca de respuesta ante el incumplimiento de una sentencia
del más alto tribunal. Es sorprendente que en España la desobediencia de un
particular a un agente de la autoridad se castigue con pena de prisión y, sin
embargo, si el Presidente de una Comunidad Autónoma desobedece una resolución
firme del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional, su castigo no pase de
una pena de multa o de inhabilitación. Habrá
que establecer un nuevo delito contra las instituciones del Estado, con penas
que se vayan agravando según la
jerarquía del desobediente (funcionario, autoridad) y el órgano desobedecido
(Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional u otros). No es admisible que
algunos consideren que resulta rentable transgredir la ley.
Con todo, es preciso que la
defensa de la unidad de España no descanse únicamente en los tribunales, aunque
éstos deben perseguir los incumplimientos de las leyes caiga quien caiga, sino
que es necesario plantear una estrategia ilusionante, de recuperación de
valores éticos y políticos, de regeneración política y social, que ofrezca un
proyecto de futuro para que los ciudadanos concluyan que a todos nos irá mejor
unidos.
La solución, por tanto, pasa por
una reforma de la Constitución que no debería limitarse al tema territorial. Una
reforma como la que propongo en mi libro “Una
reforma territorial para España”. Hay que aprovecharla para regenerar
nuestro maltrecho Estado de Derecho, adoptando las cautelas que aconseja la experiencia
de conflictos durante estos años; para elegir un Tribunal Constitucional
competente y prestigioso, y para garantizar unos jueces y fiscales responsables
e independientes. No puede ser que la única opción del Estado para que una
comunidad autónoma díscola sea suspender la autonomía. Es necesaria una
gradación de controles y sanciones, tal y como la UE realiza con los estados
que la componen. No es asumible que una sentencia de cualquier tribunal, y
especialmente del Constitucional, se pueda ignorar, pero eso es precisamente lo
que vienen haciendo algunas administraciones autonómicas desde hace tiempo y,
en especial, la Comunidad Autónoma de Cataluña, que ignora las sentencias de
los tribunales acerca de la inmersión lingüística, y ahora las prohibiciones
del Constitucional.