El
PNV ha vuelto a insistir recientemente en su intención de abrir un diálogo con
el Gobierno para “actualizar el modelo de relación con el Estado”, y lograr un
nuevo estatus político para Euskadi "de soberanía compartida" que la
convierta en "más Estado vasco". Se trata de su vieja pretensión de
iniciar el tránsito hacia un estado confederal en España.
Todo
nacionalismo, obsesionado en una patológica exaltación de la diferencia,
reclama un tratamiento singular. El vasco no es distinto en ese sentido del
catalán, el gallego, o el de mil “pueblos” más en todo el mundo. Y dado que el
derecho no contempla sus pretensiones, suelen recurrir a la invención de eufemismos
varios para sustentarlas. Es el caso del “derecho a decidir” de los
separatistas catalanes, que suplanta al “derecho de autodeterminación”
reconocido por la ONU para situaciones coloniales o de opresión que,
evidentemente, no se aplican a Cataluña. Y es también el caso del término “estado
confederal” que el PNV, y también Unió, pasea de vez en cuando por la prensa.
Museo Guggenheim (Bilbao) |
Aunque el tema lo trato de forma extensiva en mi libro, lo
primero que hay que decir sobre su pretensión es que no existe ni ha existido
nunca un estado confederal en el mundo. Lo que han existido son confederaciones
de estados. Pero la confederación no es un Estado sino un organismo
internacional que se crea en virtud de un tratado internacional. Los estados
confederados siguen siendo independientes y conservan su soberanía, de modo que
pueden abandonar la confederación a voluntad. El objetivo de la confederación
se limita a la cooperación en los asuntos contemplados en el tratado firmado,
normalmente económicos y militares.
Que
yo conozca han existido cuatro confederaciones de estados en la historia. Todas
bastante efímeras. La confederación americana de las Trece Colonias que abarcó
desde 1779 hasta 1787, cuando se redactó la Constitución de los Estados Unidos de
América. La de los Estados Confederados de América, formado por los once
estados meridionales que se separaron de los Estados Unidos de América entre
1861 y 1865, y que nunca fue reconocida internacionalmente. La Confederación
Helvética entre 1803 y 1848. Y el periodo “guillermino” entre 1861 y 1871, hasta
que se crea el Imperio Alemán. Todas ellas desaparecieron para ser reemplazadas
por auténticos Estados federales, excepto la de los Estados Confederados de
América, que se disolvió tras la derrota del Sur en la Guerra de Secesión.
¿Por
qué? Porque el modelo confederal es ineficiente. Es provisional por definición,
pues cualquier estado puede abandonar la confederación al más mínimo contratiempo.
Como cualquier tratado internacional, exige al acuerdo entre todos los
firmantes para su reforma, convirtiéndolo en pétreo e inflexible. Y, lo más
importante, su grado de centralización era ya insuficiente en el siglo XIX (no
digamos ahora) y convierte la coordinación y búsqueda de consensos entre las
partes en un tarea monumental, lenta y exasperante. No hay más que ver las
dificultades para tomar decisiones en la organización (que no estado) más
cercana actualmente a ese modelo como es la Unión Europea, cuyo futuro es
convertirse en un estado federal o perecer. Por eso Estados Unidos, Suiza y
Alemania dieron un paso más hacia el estado federal, en el que sus integrantes
dejaron de ser soberanos e independientes, renunciaron al derecho a la secesión
y crearon una “unión perpetua”, tal y como determinó el Tribunal Supremo de los
Estados Unidos declarando nula la declaración de independencia de Texas. La
guerra civil americana resolvió cualquier duda sobre el carácter indisoluble de
un Estado federal.
La
Constitución de 1978 ya reconoce un vínculo confederal entre el País Vasco,
Navarra y el Estado, aunque limitado al ámbito tributario, pero cuyo potencial
desestabilizador por la sensación de agravio comparativo que genera no puede olvidarse.
Como ocurre en las Confederaciones de Estados, Navarra y el País Vasco tienen
competencias para establecer y recaudar sus tributos y únicamente transfieren
al Estado una parte de su recaudación (el “cupo”) para contribuir a las cargas
del Estado en esos territorios. Ese “cupo”, además, está técnicamente mal
calculado (por motivos políticos relacionados con apoyos a investiduras
nacionales en el pasado) y no sufraga la totalidad de los servicios que presta
el Estado en esas regiones pero, como en toda confederación, no se puede
modificar sin el acuerdo de las partes y éstas, naturalmente, se oponen a todo
cambio que les perjudique.
Luego
está el renacimiento de la idea de España como “nación de naciones”, que el
nacionalismo catalán y vasco y propugnó en el siglo XIX (nada nuevo bajo el
sol), apoyándose en un precedente cercano, como era el Imperio austro-húngaro,
que nació en 1867 con el “Compromiso Austrohúngaro”, que reconocía al Reino de
Hungría como una entidad autónoma dentro del Imperio austríaco, y que desapareció
tras la 1ª Guerra Mundial. Sosa Wagner[1], un
experto conocedor del mismo, sostiene que el modelo “dual” de la Monarquía
austro-húngara ha estado presente en el debate histórico y político español
desde hace tiempo y se ha reavivado en el último tercio del siglo XX como
consecuencia de nuestro nuevo sistema constitucional autonómico. Las ideas, que
hoy tanto circulan en los medios de comunicación, de “nación de naciones”, de
Estado “plurinacional”, o de un rey que reinaría sobre diversas naciones
peninsulares, hunden sus raíces en la forma de organización que adoptó aquella
amalgama de pueblos centroeuropeos. La realidad del ejercicio del poder en
Austria-Hungría fue un paralizante embrollo lingüístico, y la decisión política
de privilegiar a una parte del territorio de la Monarquía (Hungría) tuvo una
enorme influencia en el desmoronamiento final del sistema. “Su funcionamiento
fue un disparate que no satisfizo ni a unos ni a otros”, concluye Sosa Wagner,
que defiende la importancia de una Europa fuerte, de unos Estados fuertes, de
unas regiones fuertes y de unos municipios fuertes, poderes públicos
legitimados democráticamente para luchar contra aquellas resistencias sociales
donde se enrocan las injusticias.
En
fin. Un montón de vueltas para proponer una y otra vez modelos que no
funcionan. La historia política mundial demuestra que el estado confederal y la
“nación de naciones” son en sí mismo inestables y tarde o temprano evolucionan
hacia el modelo federal o hacia la desintegración. Esta última podría ser una
opción política de las fuerzas que lo reclaman, PNV y Unió, esto es, una
secesión por etapas. Lo de Podemos defendiendo el concepto de “nación de
naciones” y el “derecho a decidir” tiene poca lógica, a menos que su visión de
futuro no pase de las siguientes elecciones, pero no es solución en modo alguno
a la actual situación de crispación e inoperancia territorial en España si de
lo que se trata es de adoptar un modelo que funcione, como es mi pretensión y
el de la mayoría de los autores que debate sobre este tema.
[1] SOSA WAGNER, Francisco, El
Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España,
Ed. Trotta, Madrid, 2006.