“Mejor,
más rápido y más barato que un taxi”. Así se autodescribe Uber, una empresa dedicada al transporte de particulares en
ciudades que presta sus servicios a través de una aplicación en el móvil y que
Podemos acaba de pedir que se prohíba en España.
Justo el mismo día la Comisión Europea ha propuesto lo contrario: Más Uber, más Airbnb y menos regulación, dando un fuerte espaldarazo a la economía colaborativa por su innovación y competitividad. Eso sí, creando un
marco regulatorio que permita proteger a los consumidores y garantizar que cumplan con las normas fiscales y laborales.
El
sector del taxi que Podemos quiere proteger es un oligopolio cuyo funcionamiento beneficia a los propietarios de
licencias en perjuicio de los consumidores. Tal y como cualquier estudiante de
economía aprende, las empresas de un oligopolio ofrecen una cantidad menor que
la demanda potencial de un servicio y a un mayor precio que en un mercado
competitivo, ya que de esta forma maximizan su beneficio. Por este motivo, los
dueños de las licencias, constituidos en lobby, presionan a la Administración
para congelar o reducir la concesión de nuevos permisos con el fin de limitar
la competencia. Todo el proceso daña a los consumidores y resta eficiencia, ya
que los tiempos de espera tienden a dilatarse, y los usuarios utilizan más de
lo socialmente eficiente su vehículo privado por el alto precio del servicio de
taxi. Por el camino, el sistema alegal de traspaso de licencias se convierte en
una pesada losa para quienes se endeudaron al comprarlas.
Algunos
llevamos años insistiendo, sin ningún éxito, en que hay que liberalizar los servicios
con oferta restringida. No solo el taxi, sino las farmacias, estancos,
administraciones de loterías, empresas de transporte colectivo de viajeros y un
largo etcétera. Pero he aquí que la tecnología lleva directamente el servicio al
consumidor y permite evitar la intermediación pública y gremial. Nadie se
pasaría una mañana tratando de identificar un coche sin marcas que esté
dispuesto a llevarlo a su destino preguntándoles si es un Uber. Y es que la tecnología siempre ha sido uno de los grandes
enemigos de este tipo de lobbies. Los antiguos escribas, dedicados a laboriosa
copia de textos manuscritos, se quejaban amargamente de que la imprenta los
dejaba sin trabajo. El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos
ingleses en el siglo XIX, que protestó (y de forma violenta) contra las nuevas
máquinas y que abogaba por mantener los bueyes en la agricultura en lugar de
emplear tractores, tejer a mano en lugar de telares mecánicos, y pico y pala en
vez de excavadoras. Si una simple aplicación informática como Uber genera esta controversia, ¿qué
ocurrirá cuando Google comience a comercializar en 2020 el coche autónomo,
capaz de conducir sin la intervención humana, sin descanso y sin errores
humanos, y cuyo impacto sobre taxistas y transportistas será aún mayor?
Ante
las presiones de los lobbies, ¿puede el Gobierno “poner puertas al campo”? Es
normal que los taxistas se quejen, pero falta realismo y sobra victimismo.
Tienen que adaptarse a los nuevos tiempos, y si no lo hacen tienen todas las de
perder. Ha ocurrido con las empresas de telefonía que han visto cómo ha
emergido Whatsapp y ha cambiado la
forma de comunicarnos. Los usuarios buscamos rapidez, calidad y precios bajos.
Es la tendencia y el futuro. La tecnología suma valor y multiplica oportunidades,
y hay que saber aprovecharlas. El mundo vive hoy una revolución tecnológica, y
el que no se suba al carro perderá el nuevo tren del desarrollo. Los países que
han apostado por liberalizar el sector del taxi presentan claras ventajas
respecto al sistema vigente. Los ejemplos de Nueva Zelanda, Irlanda y Londres
son claros. El número de taxis se multiplica, la oferta es mucho más amplia,
especializada y de calidad, y las tarifas han descendido sustancialmente. Modelos
como los de Uber, airBnB, Blablacar y otros tienen en su naturaleza la semilla del éxito
porque, según crecen, su valor para el usuario aumenta, al cumplir la Ley de Metcalfe, que dice que el valor de una
red de comunicaciones crece al cuadrado del número de usuarios del sistema.
Así, conforme más usuarios hay, más propietarios ofrecen sus coches, las
posibilidades de conexiones aumentan, el servicio mejora y se enriquece la red.
Según
el gremio, Uber incumple la
legislación laboral, tributaria, de transportes y carece de un seguro de
accidentes que cubra al cliente. Pero lo que les molesta de verdad es que su
trabajo y su negocio se ve amenazado. Eso sí, todas las nuevas empresas
tecnológicas forman un grupo de interés exactamente igual que lo son los
taxistas. Al reformar al sector habrá que tenerlo en cuenta y exigir y
controlar que los nuevos servicios paguen sus impuestos y ofrezcan seguridad a
sus clientes. Pero nada más fácil de controlar que los servicios ofrecidos por
Internet. Todo queda registrado pues el pago se hace on-line algo que no sucede en otros sectores. Una vez cumplidos
unos requisitos mínimos, la entrada en el sector debería ser libre, de tal
forma que la competencia aumentase y se redujeran los precios. Porque no nos
engañemos, si Uber triunfa es porque
ofrece precios y servicios competitivos. Lo que Uber quiere es competir en un sector que, a su juicio, debería
estar más liberalizado de lo que está. Y llevarán razón o no (yo creo que sí),
pero lo cierto es que al final el cliente es el que decide. Y allí donde está, los
usuarios usan Uber, así que quieran o
no los taxistas o Podemos, Uber u otra parecida
triunfará en España como lo ha hecho en tantos países. Eso sí, tendrá que pasar
por el aro y pagar sus impuestos, como todo el mundo. A asegurarse de que lo
haga debería dedicarse la administración pública y los políticos, y no a ponerle puertas al
campo.