viernes, 3 de junio de 2016

Puertas al campo

“Mejor, más rápido y más barato que un taxi”. Así se autodescribe Uber, una empresa dedicada al transporte de particulares en ciudades que presta sus servicios a través de una aplicación en el móvil y que Podemos acaba de pedir que se prohíba en España.
 
Justo el mismo día la Comisión Europea ha propuesto lo contrario: Más Uber, más Airbnb y menos regulación, dando un fuerte espaldarazo a la economía colaborativa por su innovación y competitividad. Eso sí, creando un marco regulatorio que permita proteger a los consumidores y garantizar que cumplan con las normas fiscales y laborales.
 
Es la nueva economía, cuyo choque con la vieja economía es inevitable. Miles de plataformas electrónicas de intercambio de productos y servicios se expanden a toda velocidad en un abierto desafío a las empresas tradicionales. Compartir en vez de poseer. La economía colaborativa o el consumo colaborativo va a cambiar (está cambiando) el mundo, guste o no guste. Es una revolución abrazada a las nuevas tecnologías que, para algunos autores como Jeremy Rifkin, augura que acabará con el capitalismo tal y como lo conocemos en apenas treinta años. El cambio es revolucionario. Las nuevas generaciones no quieren poseer sino disfrutar. ¿Para qué comprarte un apartamento veraniego que usas un 10% del tiempo potencial si puedes disfrutar de apartamentos en medio mundo por una décima parte de ese coste o simplemente intercambiándolo gratis por el tuyo? ¿Para qué endeudarte para poseer si puedes disfrutar compartiendo por un mínimo coste? Ya hay 5.000 empresas compitiendo con las tradicionales. Y en todas las actividades. Todos estos nuevos modelos de éxito tienen el problema de chocar contra el statu quo económico. Lo llamativo es que la colisión ya no castiga sólo a negocios privados como los medios de comunicación, el cine o la música, sino que amenaza a los servicios públicos impropios, como el taxi, en los que las administraciones públicas restringen artificialmente la competencia a través de cupos de licencias, que así pueden cobrar más por sus servicios.

El sector del taxi que Podemos quiere proteger es un oligopolio cuyo funcionamiento beneficia a los propietarios de licencias en perjuicio de los consumidores. Tal y como cualquier estudiante de economía aprende, las empresas de un oligopolio ofrecen una cantidad menor que la demanda potencial de un servicio y a un mayor precio que en un mercado competitivo, ya que de esta forma maximizan su beneficio. Por este motivo, los dueños de las licencias, constituidos en lobby, presionan a la Administración para congelar o reducir la concesión de nuevos permisos con el fin de limitar la competencia. Todo el proceso daña a los consumidores y resta eficiencia, ya que los tiempos de espera tienden a dilatarse, y los usuarios utilizan más de lo socialmente eficiente su vehículo privado por el alto precio del servicio de taxi. Por el camino, el sistema alegal de traspaso de licencias se convierte en una pesada losa para quienes se endeudaron al comprarlas.
Algunos llevamos años insistiendo, sin ningún éxito, en que hay que liberalizar los servicios con oferta restringida. No solo el taxi, sino las farmacias, estancos, administraciones de loterías, empresas de transporte colectivo de viajeros y un largo etcétera. Pero he aquí que la tecnología lleva directamente el servicio al consumidor y permite evitar la intermediación pública y gremial. Nadie se pasaría una mañana tratando de identificar un coche sin marcas que esté dispuesto a llevarlo a su destino preguntándoles si es un Uber. Y es que la tecnología siempre ha sido uno de los grandes enemigos de este tipo de lobbies. Los antiguos escribas, dedicados a laboriosa copia de textos manuscritos, se quejaban amargamente de que la imprenta los dejaba sin trabajo. El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX, que protestó (y de forma violenta) contra las nuevas máquinas y que abogaba por mantener los bueyes en la agricultura en lugar de emplear tractores, tejer a mano en lugar de telares mecánicos, y pico y pala en vez de excavadoras. Si una simple aplicación informática como Uber genera esta controversia, ¿qué ocurrirá cuando Google comience a comercializar en 2020 el coche autónomo, capaz de conducir sin la intervención humana, sin descanso y sin errores humanos, y cuyo impacto sobre taxistas y transportistas será aún mayor?
Ante las presiones de los lobbies, ¿puede el Gobierno “poner puertas al campo”? Es normal que los taxistas se quejen, pero falta realismo y sobra victimismo. Tienen que adaptarse a los nuevos tiempos, y si no lo hacen tienen todas las de perder. Ha ocurrido con las empresas de telefonía que han visto cómo ha emergido Whatsapp y ha cambiado la forma de comunicarnos. Los usuarios buscamos rapidez, calidad y precios bajos. Es la tendencia y el futuro. La tecnología suma valor y multiplica oportunidades, y hay que saber aprovecharlas. El mundo vive hoy una revolución tecnológica, y el que no se suba al carro perderá el nuevo tren del desarrollo. Los países que han apostado por liberalizar el sector del taxi presentan claras ventajas respecto al sistema vigente. Los ejemplos de Nueva Zelanda, Irlanda y Londres son claros. El número de taxis se multiplica, la oferta es mucho más amplia, especializada y de calidad, y las tarifas han descendido sustancialmente. Modelos como los de Uber, airBnB, Blablacar y otros tienen en su naturaleza la semilla del éxito porque, según crecen, su valor para el usuario aumenta, al cumplir la Ley de Metcalfe, que dice que el valor de una red de comunicaciones crece al cuadrado del número de usuarios del sistema. Así, conforme más usuarios hay, más propietarios ofrecen sus coches, las posibilidades de conexiones aumentan, el servicio mejora y se enriquece la red.
Según el gremio, Uber incumple la legislación laboral, tributaria, de transportes y carece de un seguro de accidentes que cubra al cliente. Pero lo que les molesta de verdad es que su trabajo y su negocio se ve amenazado. Eso sí, todas las nuevas empresas tecnológicas forman un grupo de interés exactamente igual que lo son los taxistas. Al reformar al sector habrá que tenerlo en cuenta y exigir y controlar que los nuevos servicios paguen sus impuestos y ofrezcan seguridad a sus clientes. Pero nada más fácil de controlar que los servicios ofrecidos por Internet. Todo queda registrado pues el pago se hace on-line algo que no sucede en otros sectores. Una vez cumplidos unos requisitos mínimos, la entrada en el sector debería ser libre, de tal forma que la competencia aumentase y se redujeran los precios. Porque no nos engañemos, si Uber triunfa es porque ofrece precios y servicios competitivos. Lo que Uber quiere es competir en un sector que, a su juicio, debería estar más liberalizado de lo que está. Y llevarán razón o no (yo creo que sí), pero lo cierto es que al final el cliente es el que decide. Y allí donde está, los usuarios usan Uber, así que quieran o no los taxistas o Podemos, Uber u otra parecida triunfará en España como lo ha hecho en tantos países. Eso sí, tendrá que pasar por el aro y pagar sus impuestos, como todo el mundo. A asegurarse de que lo haga debería dedicarse la administración pública y los políticos, y no a ponerle puertas al campo.