Me
permito parafrasear el título de un artículo de Jesús Fernández-Villaverde en
el blog Nada es Gratis, en el que
detalla su experiencia personal en una ciudad de unos 60.000 habitantes en
Estados Unidos que no tiene alcalde, sino un city manager, algo así como un administrador o gerente municipal.
Entre
finales del siglo XIX y principios del XX muchas ciudades de Estados Unidos
presentaban unos niveles de politización y corrupción tan estratosféricos como
los reflejados en la película Gangs of New York, donde el gobierno de la
ciudad aparece capturado por redes clientelares e incluso criminales. En 1908, en
Estados Unidos (Staunton-Virginia) se creó el primer gerente municipal,
independiente de los asuntos políticos, que se encargaba del día a día de la
gestión municipal, en un intento de “combatir la politización, la corrupción y
la falta de ética en la actividad local”. En esta nueva forma de gobierno, los
cargos electos retienen la capacidad legislativa, pero el poder ejecutivo pasa
a manos de un directivo profesional nombrado por una mayoría cualificada de
concejales y por un periodo de tiempo no coincidente con el ciclo electoral
(entre 5 y 10 años), reduciendo así el grado de dependencia política. Actualmente
el 59% de los municipios americanos se rige bajo esta fórmula, que ha sido
adoptada en las administraciones locales de los países occidentales que presentan
menores niveles de corrupción. En ellas, el partido que gana las elecciones
tiene las "manos atadas" a la hora de hacer nombramientos, porque
existe un directivo profesional que gestiona la organización administrativa por
un periodo de tiempo no coincidente con el ciclo político y cuyo sueldo depende
de la eficacia y competencia de su gestión.
Es
importante subrayar que su nivel de competencia no es sinónimo de funcionariado
público seleccionado mediante oposición y con una plaza "en
propiedad" de por vida, con independencia de su rendimiento. La evidencia
empírica nos muestra que no es necesario tener una administración repleta de
funcionarios para reducir la corrupción. Los dos países menos corruptos del
mundo en 2008, Suecia y Nueva Zelanda, eliminaron hace años el estatus
funcionarial para la gran mayoría de sus empleados públicos, que en la
actualidad se rigen por la misma legislación laboral que cualquier trabajador. Y
en Estados Unidos el reclutamiento de los city
managers se realiza por el Concejo municipal de entre los asociados a la
ICMA, para cuya pertenencia se exige
una formación y/o experiencia en la gestión o administración, de tal modo que,
por ejemplo, un 67% de los integrantes de la ICMA han cursado estudios de
postgrado. Igualmente sus asociados juran un código ético en el que declaran
excluirse de toda actividad política y actuar con integridad. Las posibles
violaciones de este estricto código ético se revisan por un Comité que puede
expulsar de la asociación de por vida a aquel que lo infrinja, acabando con su
carrera profesional.
Contra
esta forma de gobierno se argumenta que todo político debería poder convertirse
en gobernante sin más requisitos añadidos, pues la esencia de la democracia es
que todos somos iguales. Creo que se confunde la función de “representar” (para
la que en efecto la sola elección basta) con la de “gobernar” y dirigir organizaciones,
que resulta algo más específica y compleja, y que requiere formación y/o
experiencia. La mayoría de los partidos seleccionan a sus dirigentes pensando
fundamentalmente en alcanzar el poder, pero no prestan la misma atención en su
preparación para ejercer ese poder con rigor o eficacia. Y se nota. La mayoría de nuestros municipios estuvo en algo momento del último lustro al borde de la quiebra técnica
y, según datos extraídos del Registro de Representantes Electos, estaban
gobernados por una persona con estudios elementales. En España apenas el 13% de los alcaldes tiene
formación universitaria y el 55% ni siquiera ha finalizado la educación secundaria.
También se argumenta que la gestión debe ser buena para mantenerse en el poder,
pero las medidas políticas para resultar reelegido se centran casi
exclusivamente en incrementar la obra pública, los servicios públicos y otorgar
más ayudas y subvenciones. Es, por tanto, mediante el puro gasto y no la buena
gestión como el dirigente político pretende (y logra) ser reelegido o
promocionado. Sin embargo, los costes acaban pagándose siempre (por los
contribuyentes, claro) aunque el dirigente que los ocasionó ya no este allí
para verlo. Ya lo dijo de una forma muy clara y didáctica el ex-presidente de la Junta de Castilla-La Mancha en 2011, el socialista José María Barreda, cuando un periodista le recriminaba que había dejado a la región en quiebra: "soy un político, no un contable". Barreda ha sido elegido diputado al Congreso en las elecciones de 2011 y 2015, periodo durante el cual los ciudadanos de Castilla-La Mancha sufrieron duros recortes en sus prestaciones sociales para intentar reconducir la situación financiera de la comunidad, lo que solo se ha logrado parcialmente a día de hoy.
Como
indica Víctor Lapuente, durante las dos últimas décadas se han acumulado
estudios que muestran las bondades de establecer cortafuegos entre la esfera
política y la administrativa, tanto en un sentido como en otro. Los países
anglosajones desincentivan el salto a la política de los funcionarios imponiendo
límites a sus actividades políticas y costes para cuando quieran regresar a la
carrera funcionarial, pero les permiten una fecunda carrera profesional hasta
los puestos más elevados en la gestión. Por el contrario, en España no se
alcanza la cúspide del desarrollo profesional en la administración si no se
entra en política, y a su vuelta se les reserva no solo el puesto, sino que se
les actualiza la antigüedad e incluso un complemento especial (el 33) al que se
accede de forma vitalicia tras ejercer durante dos años como alto cargo.
Lo que
la bibliografía demuestra es que los gobiernos cuyas administraciones están
menos politizadas prestan sus servicios de forma más eficiente y, a la vez,
presentan niveles de corrupción significativamente más bajos. Las
administraciones más proclives a la corrupción son aquellas con un mayor número
de empleados públicos que deben su cargo a un nombramiento político. En una
ciudad media europea puede haber, incluyendo al alcalde, dos o tres personas
cuyo sueldo depende de que un partido determinado gane las elecciones. En
España, el partido que controla un gobierno local puede nombrar multitud de
altos cargos y asesores, y, a la vez, tejer una red de agencias, institutos y fundaciones
con plena discreción en política de contratación de personal, de modo que existen
decenas o centenares de personas cuyos salarios dependen de que su partido se mantenga en el poder tras las
elecciones. Así, muchos están dispuestos a pasar por alto cualquier tropelía para
seguir en su puesto. Como resultado tenemos concesiones irregulares, pago de
comisiones y nepotismo en la contratación de personal, generando un gasto
superior al necesario que los contribuyentes acabamos pagando como peaje por
nuestra forma de gobierno municipal.
La
experiencia en el pueblo madrileño de Torrelodones, gobernado por una lista
ciudadana de profesionales que decidieron saltar a la política hartos de los
antiguos gestores, nos señala cómo una gestión profesional puede cambiar las
cosas. Sus nueve concejales (solo tres con dedicación exclusiva) son
licenciados y profesionales capacitados para dirigir equipos y organizaciones
que han eliminado todos los cargos de confianza y gastos superfluos, y cerraron
el año 2011, en plena crisis, con un superávit de 5,4 millones de euros.
¿Permitirá la prometida reforma administrativa la gestión municipal por city managers y que los ciudadanos escojan
cómo quieren ser gobernados? Lo dudo, no vaya a ser que decidan que sin
alcaldes se vive mejor.