Una de las preguntas recurrentes que suelen presentarse
en las conferencias sobre la situación económica es por qué no se potencia la
agricultura en Canarias hasta convertirla en un motor de desarrollo para el
archipiélago.
Esta cuestión suele además estar salpicada de referencias a los beneficios
medioambientales que generaría y a la potencia agrícola que fuimos, con barcos
repletos de frutas, flores y hortalizas que abastecían el mercado peninsular y
el británico. De hecho, cuando se pregunta a los canarios el área económica
principal a desarrollar como alternativa al turismo, el 57% menciona a la
agricultura como alternativa de desarrollo. La segunda actividad que se
menciona es la ganadería y la pesca, así que podemos concluir que, para la
inmensa mayoría de los canarios, nuestro futuro desarrollo económico debería
centrarse en el sector primario. Este estado de opinión se enmarca dentro de
una corriente más amplia de rechazo a la ocupación del territorio por viviendas
y carreteras y de preservación de los paisajes y del estilo de vida rural. No
se trata de un fenómeno que se produzca de forma aislada en Canarias, sino que
es extensible a Norteamérica y Europa Occidental, donde incluso ha dado lugar
desde los años 60 al neorruralismo,
un movimiento migratorio voluntario de regreso al campo, aunque de una cuantía
muy inferior a la migración forzada por motivos económicos que se produjo del
campo a la ciudad en los siglos precedentes.
Pero… ¿Es realmente la agricultura una opción de
desarrollo para Canarias? Para responder a esa pregunta es preciso describir su
evolución y situación actual, así como la posición competitiva de la
agricultura canaria dentro del mercado, es decir, sus ventajas y desventajas a
la hora de competir con los productos agrícolas generados en otros lugares.
En Canarias, las
características del territorio –insularidad, orografía y escasez de agua- han
dado como resultado la proliferación de minifundios. Esta estructura
minifundista, acompañada de la falta de mano de obra cualificada y la lejanía
de los principales mercados, ha revertido en unas tasas de rentabilidad
comparativa muy reducidas. Actualmente, en el archipiélago conviven dos modelos
de explotación agrícola:
· El
primero, basado en el cultivo de medianías, es de tipo tradicional, poco
capitalizado y destinado al mercado local o al autoconsumo. Se trata de una
agricultura de subsistencia y con pocos rendimientos por unidad de superficie,
caracterizada por la ausencia de modernas técnicas de gestión y por la
fragmentación y dispersión de la propiedad. Las medianías se han convertido en
áreas donde la emigración hacia las zonas costeras ha sido abundante,
provocando un cierto abandono de estas actividades y un fuerte envejecimiento
de la población.
· El
segundo modelo, más capitalizado, orienta su producción de forma preponderante
a la exportación. Este tipo de explotaciones, caracterizadas por la
incorporación de sistemas tecnológicamente avanzados como el riego localizado,
el abono, cortavientos o embalses, se han convertido en la aportación preeminente
del sector primario a la riqueza de las islas.
El sector primario, del mismo modo que en el resto de España, ha ido perdiendo peso relativo dentro de la estructura económica canaria. A principios del siglo XX suponía el 65% del PIB y en los años 50 superaba el 30% del PIB. A partir de los 70, con la creciente importancia del turismo, perdió peso aún más rápidamente y pasó de aportar un 11% del PIB regional a principios de los setenta a un 1,4% a finales de 2015. En cuanto al empleo, a principios del siglo XX el sector primario suponía más del 80% del empleo, en los años 50 el 59%, el 8% en 1995, y en el año 2015 apenas el 2,9%.
Cuando se habla de ese retorno a la agricultura lo que no
se menciona es que la agricultura fue la principal actividad económica de Canarias
hasta los años 60, y que durante esa etapa era incapaz de generar el desarrollo
suficiente como para mantener a la población sin necesidad de acogerse a la
válvula de escape de la emigración. Sin necesidad de retroceder a épocas
anteriores, baste recordar que en los años 50, cuando el 59% del empleo lo
generaba la agricultura, alrededor del 10% de la población (unas 90.000
personas) se vio obligada a emigrar a Venezuela. Y buena parte de los canarios
que permanecieron en las islas en esos tiempos sobrevivieron en niveles
cercanos al de subsistencia. La agricultura no ha procurado históricamente
bienestar y desarrollo a las Islas Canarias, sino mera subsistencia. Es la
generalización de la navegación aérea por medio de reactores de los años 1960 y
1975 la que acerca las Islas Canarias a la Europa desarrollada y provoca una
“invasión” turística que generó en las islas el cambio socioeconómico más
trascendental del siglo XX, creando riqueza y desarrollo.
En el mundo, los dos únicos modelos de agricultura de
éxito se basan, o bien en grandes explotaciones agrícolas, enormemente
tecnificadas e intensivas en capital (caso de los Estados Unidos); o bien en
una mano de obra abundante y barata con salarios de 100/150 dólares mensuales
(países del Caribe, África, Asia y América del Sur). La competencia en precios
es la característica fundamental de este sector, y lo cierto es que pensar en
una reducción sustancial de la estructura de costes en Canarias no parece
posible, tanto en términos de mano de obra como de insumos (agua). Y el crecimiento extensivo tampoco es factible dadas
las lógicas limitaciones de una región insular, así que las posibilidades de
desarrollo del sector parecen realmente escasas.
La producción agrícola en Canarias es y seguirá siendo
cara y dependiente de los subsidios a los productos propios, y de los aranceles
a la importación a los productos competidores. Y tanto los subsidios como los
aranceles acabarán a largo plazo desapareciendo. No es posible convertir a la
agricultura en un sector capaz de suplir al turismo o la construcción como un motor
de desarrollo económico. Sin embargo, eso no quiere decir que no tenga nada que
ofrecer de cara al futuro. Las excelentes condiciones climatológicas del archipiélago
le permite ofrecer productos de gran calidad, y la existencia de variedades
agrícolas erradicadas en otros lugares le otorga un valor diferencial para un
consumidor de capacidad adquisitiva media-alta y alta, que esté dispuesto a
pagar más por un producto de mayor calidad, sabor característico, y producción
escasa y respetuosa con el medio ambiente. Pero eso no es volver a la
agricultura, sino racionalizarla.