“Hay una forma de saber si un hombre es
honesto: preguntándoselo. Si dice que sí, es un sinvergüenza”, dijo Groucho
Marx.
Gary Becker, que recibió el
premio Nobel de Economía por extender
el análisis microeconómico a un amplio rango de comportamientos humanos
tales como la decisión de delinquir o mentir, concluía en sus análisis que una
persona delinquirá si el beneficio de su decisión es superior a su potencial
coste multiplicado por la probabilidad de ser descubierto. Sin embargo Dan
Ariely, profesor de psicología del comportamiento económico, demostró que había
que introducir un matiz adicional. Ariely observaba extrañado como los sujetos
de sus experimentos conductuales experimentaban una creciente desazón cuando la
recompensa económica obtenida por el engaño alcanzaba ciertos límites y que,
llegado cierto punto, si se incrementaba el premio económico del engaño incluso
se comportaban de forma más honesta. Finalmente, llegó a la conclusión que, si bien
los seres humanos tendemos a mentir en cuanto tenemos la ocasión y la posibilidad
de no ser descubiertos, tenemos
un umbral de tolerancia respecto a la
aceptación de la mentira. Nuestro
sentido de la moralidad está asociado al grado de engaño con el que nos
sentimos cómodos. En esencia, engañamos hasta el nivel que nos permite
conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos. Como dijo Oscar
Wilde “la moralidad, como el arte,
significa trazar una línea en algún sitio”. La cuestión es dónde está esa
línea.
Cuando
se trata de engañar nos comportamos prácticamente igual que cuando seguimos una
dieta. Tan pronto empezamos a incumplir nuestras pautas (en la dieta o en
nuestra moralidad), somos más susceptibles a saltárnosla de nuevo y, en adelante,
hay grandes posibilidades de sucumbir a la tentación de volver a portarse mal.
El engaño es infeccioso. La “teoría de las ventanas rotas” es una teoría de
criminología que sostiene que mantener los entornos urbanos en buenas
condiciones puede provocar una disminución del vandalismo y la reducción de las
tasas de criminalidad. En un artículo de 1982 de Wilson y Kelling titulado Ventanas Rotas, los autores decían lo
siguiente: “Consideren un edificio con
una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper
unas cuantas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio; y, si está
abandonado, es posible que lo ocupen ellos y que prendan fuego dentro.” Si
en un edificio aparece una ventana rota, y no se arregla pronto, inmediatamente
el resto de ventanas acaban siendo destrozadas por los vándalos. ¿Por qué?
Porque es divertido romper cristales, desde luego. Pero, sobre todo, porque la
ventana rota envía un mensaje: aquí no hay nadie que cuide de esto. Así pues, una
buena estrategia para prevenir el vandalismo es arreglar los problemas cuando
aún son pequeños. Nuestros ayuntamientos conocen bien esta teoría. Cuando
aparece un grafitti en una pared, si
no se borra pronto, toda la pared y las de las casas próximas aparecen llena de
pintadas. El alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, adoptó esta política desde
su elección en 1993, bajo los programas de "tolerancia cero" y
"calidad de vida". Se persiguió a quienes viajaban gratis en el
metro, a los orinaban y ensuciaban la vía pública y a los "limpia
parabrisas" que exigían un pago por limpiar los cristales de los coches, y
la tasa de criminalidad, tanto mayor como menor, se redujo significativamente,
y continuó disminuyendo durante los siguientes 10 años.
En
definitiva, según Ariely no hemos de considerar que un acto individual de
deshonestidad sea algo nimio. Solemos perdonar la primera infracción de una
persona con la excusa de que todo el mundo se equivoca y merece una segunda
oportunidad, pero el engaño y la deshonestidad tienden a aumentar
exponencialmente después de la primera infracción no penada. El primer acto
deshonesto es el que hay que evitar o, una vez realizado, castigar para evitar
que el ejemplo cunda. Esta teoría tiene interesantes efectos sobre la creencia generalizada
en que los delincuentes juveniles deben tener un trato benigno por parte de la
justicia para favorecer su reinserción. Por el contrario, con este trato
benigno hacia el primer delito el futuro comportamiento será menos honesto y el
ejemplo de comportamiento deshonesto exitoso cundirá entre otros jóvenes.
Igualmente desmonta parte de nuestro código penal que exime el cumplimiento de
las penas de cárcel inferiores a dos años a quienes carezcan de antecedentes
penales.
¿Qué
hacer para reducir el comportamiento deshonesto? Las clases de ética, los
códigos de buena conducta y las políticas de transparencia no parecen tener un
gran efecto en su reducción. Nada de aprender moralidad en la escuela. Lo que
hay que hacer es no excusar, pasar por alto, ni perdonar delito alguno, pues de
otro modo la deshonestidad se extenderá como un reguero de pólvora. Esto es
especialmente importante para los que están en un primer plano: políticos,
funcionarios públicos, celebridades o presidentes de grandes compañías. Si el
defraudador es integrante de nuestro grupo social, nos identificamos con él y
nos parece que engañar es más aceptable. Y aún más si el tramposo es una figura
con autoridad en nuestro grupo, alguien respetado. La conclusión es muy clara:
mano dura para reducir nuestra querencia cultural a delinquir. El fraude se
extiende como una infección si el entorno lo tolera y justifica. Cambiemos las
normas y la moral. Que los delincuentes paguen por sus delitos con la cárcel,
no importa la cuantía hurtada, ni la edad ni la duración de la pena. Y
persigamos hasta el más pequeño desliz. Tolerancia cero. Mejor nos iría.
Artículo publicado en El Día el 13/03/16.